Catorce meses atrás, en este país, el presidente Alberto Fernández, ante el avance de la pandemia SARS-COV-2, ordenó enfrentarla con confinamiento, jabón, alcohol y el agregado de los tapabocas o barbijos. Las calles de todo el país, se veían desiertas. El transporte público, casi sin pasajeras ni pasajeros. La Aldea Global, ante la inexistencia de vacunas para inmunizar a la población planetaria, iba por el mismo camino. Una sigla, se hizo popular. ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio). “Entre la economía y la vida, elijo la vida”, explicó el mandatario cuando por la emergencia sanitaria detuvo la mayor parte de la economía.

Luego –cuando los datos duros del coronavirus parecían, desde la información oficial, decrecer y sugerir que no era imposible enfrentar al virus– fue el momento de otra sigla. DISPO (Distanciamiento Social Preventivo y Obligatorio). Desde fines de octubre pasado, hay vacuna. Pese a ello, confinamiento, jabón, alcohol y barbijos, eran [y lo siguen siendo] herramientas de enorme efectividad preventiva. Casi cinco trimestres después del primero de los decretos de necesidad y urgencia [DNU], de Alberto F., la situación estadística indica: contagios, 3.514.683; recuperaciones, 3.083.298; inoculaciones con una dosis, 8.701.971 (19,2% de la población); con dos dosis, 2.365.579 (5,2%); fallecimientos, 73.688.

Los 65 millones de vacunas que, meses atrás anunciara con enfática seguridad el ex ministro de Salud, Ginés González García, de las que se dispondría aquí para inocular al 70% de la población, hasta este lunes, no llegaron. En cuanto a la economía, el panorama no es más alentador. La pobreza, cerca del 45%. La indigencia, en torno de 5,5%. Los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC), detallan, además, que en todo el país, en el segmento etario menor de 14 años, el 62.9%, es pobre. Ese indicador, en la Gran Buenos Aires (GBA), se eleva hasta 72.7%. Tal vez, sin las medidas de necesidad y urgencia de Alberto F., la situación podría ser peor. No es sensato analizar lo contrafáctico.

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En el hasta aquí y hasta ahora, lo dispuesto para priorizar la salud por sobre lo económico, no se percibe socialmente como un éxito. La gravedad que los números exhiben, hay que consignarlo, es previa a la vuelta al pasado que ha ordenado –nuevamente por decreto– el Gobierno nacional, que obliga a un nuevo confinamiento en todo el territorio nacional. “Son 9 días, de los cuales solo tres son laborables”, aclaró el presidente Fernández cuando realizó los anuncios. En verdad, serán 11 jornadas de inactividad, porque en los próximos días 5 y 6 de junio, también confinarán a todas y todos. Habrá que aguardar los datos venideros. Mientras, la sociedad, en las charlas vecinales en los supermercados que, como las farmacias, permanecen abiertos, asegura estar “harta” o “agotada”, por este nuevo encierro “que, [dicen, tal vez sin fundamentos] no sirve para nada”.

El clima social se espesa. Se siente enojo. Mucho más cuando la educación, en todos sus niveles se ha suspendido nuevamente. Muchos papás y mamás no podrán trabajar ni siquiera a distancia “para atender a los chicos”. En algunos distritos, incluso, no habrá clases remotas que, afirman algunas y algunos especialistas, no arroja buenos resultados entre los estudiantes. Especialmente primarios y secundarios. Segmentos sociales numerosos –especialmente en conurbano bonaerense– carecen de acceso a internet y a ello se le agrega, como problema, el analfabetismo digital que impide el uso correcto de las herramientas informáticas. Asimismo, la falta de recursos psicopedagógicos entre padres y madres –que, no tienen por qué tenerlos– coadyuva para que el aprendizaje de niñas y niños no alcance los niveles esperados.

“Entre los efectos secundarios de la pandemia, la falta de educación y de preparación, se verificará dentro de algunos años”, sostienen especialistas en pedagogía y docentes que piden no revelar sus identidades porque “no” quieren tener problemas en sus empleos. Son trabajadores y trabajadoras estatales. Catorce meses de sucesivos encierros, fatigan. No pocas manifestaciones, en las recientes semanas, recorren las calles de las principales megalópolis. De todos los sectores sociales. Trabajadoras y trabajadores informales, desempleados y desempleadas, jubiladas y jubilados y hasta productores y productoras rurales, ejercen el derecho a la libertad de expresión y reclaman por la inflación [por encima del 46% en los últimos 12 meses], por los bajos salarios, por la inseguridad, por la prohibición de exportar carnes y por la falta de vacunas.

El confinamiento ordenado, impedirá que todas y todos, puedan “peticionar a las autoridades”, como lo consigna la Constitución Nacional. Si incumplieran las disposiciones gubernamentales decretadas, podrían ser detenidos y/o detenidas, a la vez que acusadas y/o acusados penalmente ante la Justicia por la presunta propagación del coronavirus y hasta encarcelados y/o encarceladas. El derecho a la libertad de expresión de ninguna manera está conculcado. Que quede claro. Pero en una marcha o manifestación de cualquier tipo, estar amuchados, podría facilitar los contagios. No está comprobado. Las calles vacías, con silencio casi total entre las 18 y las 6 horas de cada día, no son suficientes como para que no se perciba una tensa calma que, sin ser pareja en todas las áreas urbanas o suburbanas, existe.

Más aún, desde el jueves pasado, en la provincia de Buenos Aires, con obligada discreción para no recibir sanciones, la policía bonaerense también reclama vacunas. Los y las voceras policiales, podría decirse, clandestinamente, toman contacto con el periodismo para hacer público el reclamo y precisar que “solo el 9%” de la fuerza ha sido vacunada y que “70 compañeros y compañeras murieron, hasta el momento, de covid-19. La mitad, en los últimos dos meses”. Las y los que deben vigilar a la sociedad vigilada, reclaman por sus carencias porque, además de vacunas, “cada hombre o mujer policía, mayoritariamente, tienen que comprarse los barbijos, los guantes para protegerse”.

¿Será suficiente y/o efectiva esta nueva etapa para enfrentar, desde la carencia, al coronavirus?, pregunta este corresponsal a varios expertos. Algunas de ellas, trabajan para el gobierno. Sus respuestas, son contundentes. “Al confinamiento hay que agregarle testeos y vacunación”. El fútbol local, también ha sido suspendido. Los planteles profesionales de futbolistas tienen jugadores contagiados. El máximo exponente, en este sentido, es River con 22 enfermos. Sin embargo, según trasciende aquí, a pedido del presidente de la Conmebol, Alejandro Domínguez –que suspendió la Copa América en Colombia y Chile, a pedido de los presidentes Iván Duque y Sebastián Piñera, respectivamente– se jugará en la Argentina. ¿…? Tal vez, al señor Domínguez le falte información o, quizás, la tenga y no le parezca relevante.

En la semana que pasó, en este país –además de los 22 futbolistas de River que, como sus compañeros de Nacional de Colombia y Nacional de Uruguay debieron jugar días atrás afectados por los disparos de gases lacrimógenos para reprimir demandas sociales colombianas– la estadística oficial añadió y comunicó unos 100 mil contagios y cerca de 2 mil muertes por covid. ¿No será la hora de repensar esa competencia desde una perspectiva humanitaria? Panorama complejo aquí cuando faltan cuatro meses para las elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO) y los comicios parlamentarios con los que se renovará el 50% de la Cámara de Diputados y el 33% de la de Senadores.

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