• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

La pandemia del coronavirus ha desnudado realidades que, para algunos, se creían superadas. Que la humanidad habría llegado a una etapa de progreso tal que haría innecesaria toda preocupación de muertes en serie. La ciencia estaba ahí para impedirlo. Lo contrario está ocurriendo. Y peor aún, esas muertes, repetidas, atiborrando hospitales, están generando, al mismo tiempo, cansancio, hastío, indiferencia. La muerte, la del otro, parece –parafraseando a Sartre (1905-1980)– se vuelve impersonal. Está ahí, enfrente –y mientras no sea la de uno– que siga el entretenimiento. Vivir y dejar vivir, mientras se pueda. El otro se torna impreciso, mejor no mirarlo, imaginarlo. El mal aparece gratuito, sin razón de ser, inmerecido. ¿Por qué el dios –se afirma con minúscula– siendo supuestamente omnipotente y misericordioso, no impide la pandemia? Más aún, ¿es acaso digno de ser adorado un ser divino que se olvida de aliviar este mal atroz?

C.S. Lewis (1898-1963), escritor inglés, uno de los mejores en su lengua en el siglo XX, ha dejado páginas memorables a modo de propuesta, de acercamiento, a esas preguntas críticas: el tema del dolor, el sufrimiento, el sinsentido (aparente según él) de los pliegos inauditos del dolor. ¿Por qué recabar en Lewis y, no algún otro filosofo o teólogo? Siento que, cualquier teodicea –que así se llama la justificación de Dios en un mundo de males– se pierde en laberintos lingüísticos que, resultaría casi milagroso –que ironía– sintetizarlo en breves párrafos. Lewis sería, en eso, diferente. Sus escritos son breves, concisos, claros. Habría una dificultad, sin embargo. Sus consideraciones acerca de los temas vitales –como el del dolor y el mal–, están entretejidos en sus textos y, muy a menudo, es difícil espigar los temas. Los “Milagros”, el “Gran divorcio” o el “Problema del dolor”, hasta “La abolición del hombre”, proponen una lectura inconsútil de la realidad. Aun así, intentaré sintetizar está en tres puntos. Veamos cada uno.

MISTERIO, NO PROBLEMA

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La distinción entre misterio y problema, creo, es apropiada, para empezar. Tiene larga data. No aparece en Lewis. Se origina, más bien, en Gabriel Marcel (1889-1973), el existencialista francés, que la utilizó con mucho fruto. Hay realidades humanas –decía Marcel– que no son problemas en sí mismos, como si existiera algo, tal vez, el motor de un vehículo descompuesto que lo tengo que arreglar, sino que constituyen más bien, misterios. Una enfermedad es un misterio. Un amor. Aunque, a decir verdad, ambos pueden ser también un “problema” que podrían explicarse física, fisiológicamente. Pero, la razón última de por qué una persona en particular y no otra, sufre una enfermedad o se enamora, permanece, muchas veces, en sombras. Es un misterio que exige algún sentido. ¿Por qué a mí? ¿Por qué sufren los niños inocentes?

Es el misterio del dolor, el sufrimiento, la muerte misma, realidades tan antiguas como el grito de Job que protesta al hecho de que los males que le acechan son gratuitos. No pueden ser resultado de sus faltas. Es el reclamo de inocentes ante la injusticia divina. Para Lewis ese es, precisamente, el punto de partida. Y paradójicamente, el lugar de la respuesta que pide que se considere. La realidad misma. El dolor es, esencialmente, un megáfono divino. El dolor en el universo quiere despertarnos de nuestro yo aletargado, sacarnos de nuestra sordera frente al murmullo divino. La muerte nos alerta de nuestra autosuficiencia, de las ilusiones de nuestra seguridad existencial; y, sobre todo, de la pretensión omnicomprensiva de la explicación científica del conjunto de las cosas. Lewis provoca a sus lectores al decir, justamente, que, si todo es materia explicable por ciencia, entonces, ¿por qué quejarnos del mal?

NATURALISMO CIENTISTA, PROBLEMA SIN DOLOR

El trazado lewisiano de esa queja es preciso. Si todo este universo –propone– es exclusivamente material, entonces, todo lo que ocurre está sujeto a leyes de la materia. Y como tal, este mundo sería autosuficiente, explicable científicamente. Y también una pandemia: un agente patógeno, de los millones que existen, que busca organismos donde alojarse, causando inflamaciones en sus huéspedes humanos. Nada misterioso. Problema natural, fisiológico, sí, cuya cura se desconocería, pero que, tiempo mediante, se irá dilucidando. No existe un “mal” moral en sí, sino simplemente –como le escuche recién al “secuenciador” del genoma humano Francis Collins– un proceso típico de la evolución, donde sobrevive el más fuerte.

Para el cientista, naturalista, está todo dicho. No hay culpas, ni falsas morales, ni quejas a lo divino. No hay otra explicación posible. Somos materia. El espectáculo del universo es todo lo que hay. Ni milagros ni nada fantasioso es posible. ¿Y el dolor? ¿O la muerte? Meras metáforas por el mal funcionamiento del mecanismo de nuestros cuerpos. Somos entidades biológicas que, en este caldo cósmico, sobrevivimos conforme a la “calidad” de nuestros organismos. Una lotería universal que nos atrapa como engranaje de una máquina. Hablar de injustica, explotación, inequidad –de valores– no tendría sentido. Eso supone realidades inmateriales que este naturalismo no tolera. Somos –parafraseando aquel libro célebre de Desmond Morris– monos desnudos. ¿Por qué pedirle a Dios, entonces, que detenga la pandemia? Sería como gritar en un acantilado vacío en donde solamente se oirá el eco de la energía de nuestras cuerdas vocales.

LO SOBRENATURAL DE LO NATURAL: LA CLAVE DEL DOLOR

Lewis, dentro de ese contexto, se pregunta: ¿no existen acaso, en ese universo presumiblemente autosuficiente, realidades que no se reducen a lo simplemente natural? Lewis indica que, entre todas, existe una “cosa” que parece rebasar lo natural: la razón humana. No se refiere al cerebro, sino a la posibilidad del acto de pensar, inmaterial, generador de leyes o teorías que, si bien se relacionan a lo material, no se reducen a ello. Como que eso “sobrenatural”, de la razón, habita integrado a lo natural. Y esa razón abstracta es la que se pregunta, no cómo funciona la naturaleza sino por qué ocurren hechos, como el de una enfermedad a alguien.

La razón de ese porque está detrás y por encima de nuestro cuerpo, enfermo y mortal, una conciencia mayor de sentido, la conciencia de lo divino, de Dios. Lo numinoso, el milagro. Es la conclusión de Lewis. De ahí que nuestra queja moral del dolor aparentemente injusto es, precisamente, el signo de que echo de menos esa realidad. La queja es ética, no es mera biología. Y, aun así, y volviendo a Sartre: cuesta asumir la muerte en primera persona. Pero, el verdadero significado potencial de mi muerte solamente se puede apreciar desde la perspectiva de la primera persona, cuando me doy cuenta de que voy a morir y dejar de existir para siempre. Una sensación que desnuda y revela que hay en mí, una realidad que se queja y que no puede reducirse a lo material. C.S. Lewis es, paradójicamente, esperanzador: Dios nos grita en el dolor –también en una pandemia– y nos susurra en el placer. Si esa conciencia moral se pierde, nos convertimos en mecanismos biológicos, dejando de ser, personas.

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