Desde finales del siglo XVII y hasta principios del siglo XIX, la razón encontró su auge en el movimiento cultural que se identificó como la Ilustración. Dicha corriente consideraba que el ser humano era capaz de superarse a sí mismo y para ello podía utilizar su inteligencia. Por lo que hacía énfasis en que cada persona debía tener el valor de pensar. Immanuel Kant (1724-1804), filósofo prusiano, en su ensayo “¿Qué es la Ilustración?”, utilizó la locución latina “sapere aude” para difundir dicho propósito. “Atrévete a saber” o “ten el valor de usar tu propia razón”. A ese tiempo, precisamente al siglo XVIII, se lo denominó como el Siglo de las Luces. Época en donde se pregonó el despertar de la razón humana.

El tiempo de la razón no caduca. Se transforma en su andar y al hacerlo evoluciona conforme avanza. Es contundente el beneficio que otorga la natural herramienta que poseemos. A la razón le viene bien la compañía de las acciones que impliquen osadía, pruebas, intentos, decisiones y determinaciones que busquen alcanzar el crecimiento de quienes así lo quieren. Al razonar florecen las posibles elecciones. Y durante ese proceso mental es viable juzgar las mejores opciones. Hay una estrecha conexión entre lo que se percibe, lo que se siente y lo que se piensa. Habrá tantas variables como ideas que se produzcan. Es durante ese tránsito donde nacen las acciones que vendrán. Hay una concatenación de eslabones que permiten la germinación de lo que sucede.

La estadía social nos requiere el uso de la razón. Son las causas colectivas las que nos involucran unos a otros, las que permiten que nos relacionemos y utilicemos la razón para estrechar vínculos que nos hagan partícipes comunes entre todos. Nuestra existencia está estrechamente conectada con la de los otros, por lo que cada razón puede complementarse y animarse a ser protagonista de su tiempo; este es el siglo donde las luces tienen la gran posibilidad de encenderse mutuamente. La razón al servicio del otro. El surgimiento constante de una concepción abierta y dispuesta a analizar con valor y compromiso lo que nos atañe y nos involucra. El impulso de la razón para la construcción de espacios que fomenten el discernimiento creativo y solidario.

Durante la Ilustración se apeló al término pueril para denotar con dureza lo que se consideraba que estaba viviendo el ciudadano de la época y por lo tanto el ser grupal al que representaba; y el enfoque de esa palabra estaba orientado hacia la carencia del pensamiento propio, hacia la inoperancia del mismo, cuando se lo usaba, y hacia la ausencia de criterios auténticos y loables que lo movilizaban a intervenir en el contexto donde se ubicaba. Hacía referencia a la incapacidad mental de crear pensamientos propios, de razonar individualmente, de resolver con autoridad interior lo que estaba llamado a ser dilucidado, lo que requería de la apreciación personal e implicaba la presencia de lo auténtico y responsable. Exhortaba a dejar de ser dependiente de lo que se le imponía o de lo que se le hacía creer que así debía ser.

Entonces, la razón necesita alimentos que no perecen, y en esa lista de fructíferos sustentos se halla la educación del raciocinio, la que se aboca a la valoración de las etapas que le dan vida. El intelecto es un profundo yacimiento que jamás dejará de existir. Se renovará en cada persona, vivirá en ella y se transmitirá a través de la exploración del saber que realice. De ahí la importancia de su autonomía y de lo que decide hacer con la misma.

Dejanos tu comentario