- Por Ricardo Rivas
- Corresponsal en la Argentina
- Twitter: @RtrivasRivas
El presidente Alberto Fernández se radicaliza. Sintoniza con su vicepresidenta, Cristina Fernández. La idea –construida con un relato– de que entre ambos existen diferencias irreconciliables, cayó. La percepción de que la segunda al mando es la dueña del poder, cobra fuerza y torna real. Cristina y Alberto van contra el Poder Judicial, los medios y las oposiciones que se expresan en las calles. Una buena parte de la sociedad eleva voces de protesta. Cada día que pasa desagradan más esas acciones que tienden a destruir el Estado democrático de derecho. La ciudadanía tiene claro que es el momento para ejercer en plenitud el derecho a la libertad de expresión que es un derecho de todos y todas. Carteles y pancartas, de todo tipo, proponen claras y unificadas consignas: “No a la corrupción”; “Basta, no roben más”. Justamente, la corrupción, según coincidentes encuestas encargadas por propios y extraños al gobierno, ocupa desde varias semanas, el primer lugar entre las muchas preocupaciones sociales.
La gestión sanitaria de la pandemia de SARS-COV-2 añade presión e indignación desde cuando se supo, un puñado de días atrás, que los allegados y allegadas del poder fueron vacunadas antes que el resto de la población. Un novedoso, inimaginado e impensado acto corrupto. Despreciable. Mucho más cuando la estadística oficial da cuenta de casi 53 mil decesos –tragedias– y, 2,15 millones de contagios que angustian, que entristecen, que deterioran y que hacen crecer la idea de que con la democracia no se asegura que se coma, que se eduque o que se cure. El presidente Alberto F, se queja porque “por cualquier cosa se hace un banderazo”, como se llama aquí a las marchas callejeras de protesta. Entristece. Y mucho más cuando las dos posiciones máximas de poder local son ocupadas por un abogado y una abogada. Estudiosos del derecho que repudian las protestas y estigmatizan a medios y periodistas que, con miradas críticas, ejercen el derecho a la libertad de prensa, quizás la más genuina gestora de muchas otras libertades. Nada nuevo finalmente.
Desde el cuarto trimestre del 2019, las calles de Latinoamérica se colman de protestas que, en casi todos los casos, son duramente reprimidas. Gases, garrotes, balas de goma y de las otras. Heridos, heridas, muertes por reclamar al poder que, siempre, es vicario, aunque estos poderosos y poderosas lo olviden o ignoren. Sin embargo, las protestas que transita la Argentina no son únicas. Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y, en las últimas horas, Paraguay, son los espacios por donde transhuma la protesta social que solo tiene la ideología coincidente de los que se expresan: ¡Dejen de robar! ¡Queremos la vacuna! ¡Queremos comer! ¡Queremos trabajar! En las calles de Francia, del Líbano, de Hong Kong, de Irán, las multitudes también reclaman con energía. Protestan porque se sienten ignorados.
Las y los gobernantes no pueden ni deben, en nombre de la dignidad, desde la perspectiva de los derechos humanos, permanecer en la inacción o –como conspiranoides patológicos– denunciar imprecisamente a quienes “financian el odio” o aquellas y aquellos que “quieren mantener sus privilegios”, en perjuicio de las y los que menos tienen. Nada de lo que sucede a ningún gobernante bien nacido debería sorprenderlo. Los organismos multilaterales advirtieron. El colega periodista Marcelo Cantelmi, director del Observatorio de Política Internacional de la Universidad de Palermo (UP), de Buenos Aires y editor jefe de Internacionales de Clarín, cuando comenzaba 2020, hizo público que “la Cepal (Conferencia Económica para la América Latina y el Caribe) destaca un aumento empinado de la pobreza sobre casi un tercio de la población de América Latina y el Caribe de 620 millones” y precisa que ese organismo “alerta sobre un crecimiento geométrico del segmento con menos capacidad para afrontar sus gastos básicos”.
En ese contexto, advirtió que “es esa contradicción, la que le da sentido a la furia callejera”. Muchos y muchas de los que mandan –gobernar es otra cosa- lo leyeron, seguramente, pero poco y/o nada hicieron. No fue la única señal de alarma. El director regional para América Latina y el Caribe del PNUD (Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas) y secretario general adjunto de la ONU, Luis Felipe López-Calva, el 6 de junio pasado le dijo a éste corresponsal –ocho meses atrás- que como consecuencia de la pandemia SARS-COV-2 “cerca de 30 millones de personas, en la región, volverán a caer en la pobreza después de un período de reducción durante 15 años”.
Agregó que la mayor afectación se verificará “en niveles sociales muy, muy bajos” a los que el Banco Mundial llama “de pobreza extrema”. Pobres y nuevos pobres son los segmentos que dicen basta. Con aquellas proyecciones, muchos de los reclamos que por estos días los que mandan procuran acallar con gases, garrotazos, detenciones y balas, podrían haberse evitado. ¿Hipoacusia política? ¿Idiocia política? No está claro. Es posible pensar que millones de Arthur Fleck –el atormentado personaje que compone Joaquin Phoenix en “The Jocker” [El Guasón]– son los que transhuman frustrados las calles tensionadas de la Aldea Global. Quizás, la rebelión de los guasones haya comenzado. Gases, garrotazos, detenciones y balas, más de lo mismo, siempre, no pueden ni deben ser política de Estado.