• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Creo que, probablemente, Donald Trump debe ser permitido volver a las plataformas digitales –recientemente dijo el millonario de Microsoft, Bill Gates– al ser entrevistado. Trump, como es sabido, fue suspendido por haber violado las regulaciones de los gigantes Twitter, Facebook, hace unas semanas. Suspensión que incluyó, no solo al ex presidente, sino a varios personajes más. Como era de esperar, el debate sobre libertad de expresión subió a niveles inusitados. ¿Pero quién es Gates para permitir o no? –tronaron algunos críticos– ¿O por qué no podría una empresa privada decir a quién permite o a quién niega el utilizar sus plataformas? Y así, las justificaciones de un lado y de otro fueron encendidas. Es interesante. Lo que a mí me ha llamado la atención es cómo los argumentos de libre expresión de John S. Mill, el gran pionero de la libertad de pensamiento y de expresarlo libremente, se ha olvidado y tergiversado, incluso en países que se autoproclaman liberal democrático.

El caso de Mill (1806-1873) es único. Este pensador y político inglés, utilitarista, en un siglo bien liberal, el diecinueve, fue un niño prodigio. Aprendió latín y griego, las Sagradas Escrituras, filosofía, teología antes de los veinte años. Lo que le causó, por la enorme exigencia, una depresión, pero que no hizo mella en su espíritu. Se repuso, y de su creación nacen obras canónicas de la libertad: “Sobre la libertad” (1859), “Utilitarismo” (1863), o sobre la “Sujeción de las mujeres” (1869). Escribió más, pero, por el momento es suficiente. Hoy, como nunca, la propuesta milliana es imprescindible. La libre expresión no solo está amenazada y limitada en varios contextos de los medios, sino al interior de los sistemas jurídicos de grandes democracias liberales. Tres propuestas están íntimamente relacionadas con Mill.

FELICIDAD Y PATERNALISMO

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La primera es, obviamente, la idea de libertad. Y que la misma es útil. ¿Qué quiere decir esto? Mill fue un utilitarista. Utilitarismo no es una palabra bella. Es, me parece, engorrosa, demasiado ardua, además de compleja. Pero su pedigrí es, no obstante, interesante. Mill la hereda de su padre John Mill, pero, sobre todo, del gran jurista y filósofo Jeremy Bentham (1748-1832) que sostenía que es la felicidad ciudadana lo que mueve a las personas y no el bien y aquella, la felicidad, se “mide” por el placer físico que genera a la mayoría.

Mill modifica esto y dice: es la libertad, como valor intangible, la que da placer y supera cualquier otra realidad, siempre y cuando nazca del individuo, y no que la imponga la sociedad. Es el principio de la libertad, y también, conectado a este, el principio del daño. Los individuos deben ser libres de seguir sus deseos en tanto en cuanto no dañen a otros. Dueños de nuestros actos, diría Mill, es útil, pues es la libertad el medio hacia la felicidad de la mayoría. Esta es la denominada ética democrática utilitarista. Aunque, me temo que conlleve una connotación negativa para algunos. Es que lo utilitario se lo siente como una realidad barata, material que no tiene en cuenta la dignidad de las cosas, sobre todo de la persona. Esa mirada es, creo, desmedida. Mill veía a la libertad no como una realidad “material” –iba más allá que Bentham–, sino el orden espontaneo del valor ético de la misma, vital para la democracia. Sin libertad no puede haber democracia real.

TIRANÍA DE LAS MAYORÍAS

Lo segundo es algo que Mill tiene mucho en común con Tocqueville. La democracia no debe ser una monarquía encubierta. Democracia sí, pero, balanceada, pues fácilmente se puede tornar en tiranía de mayorías. Así se pasa de monarquías unipersonales a democracias unipersonales o, unipartidarias. Por eso el principio de libertad. ¿Cómo lograrlo? Libertad de pensamiento y expresión. Supongamos, argumenta Mill, que la minoría, o algún indeseable, tiene razón. ¿Se lo debe escuchar? Claro. Limitando su libertad se perderá esa propuesta. ¿Y qué pasaría si esa minoría está en el error? ¿Se la prohibirá en este caso? Tampoco, pues, vía debate libre se podrá descubrir el error. Mill es revolucionario: considera un bien la diversidad de opiniones, por más antojadizas que pudieren ser, contrariamente a Platón o Aristóteles u otros clásicos. Para estos, lo ideal era la unidad de la verdad, y donde la opinión, la doxa, efímera, no debía de tener cabida.

Mill permite un giro al individuo. Mill avanzará la idea de que también el individuo que yerra contribuye, aunque sea mostrando que sus ideas se deben evitar. Y eso solo se logra confiriendo libertad. ¿Pero es entonces esta libertad absoluta, sin límites? Cuestión delicada. Es el daño al otro, pero, ¿cómo se interpretará esto? Basta decir que Mill afirma el uso maduro y racional de la libertad: nunca está permitido interferir en la libertad de los adultos (excluiría a niños). Aquí se abre, precisamente, el debate que los sistemas constitucionales trataran de normativizar. ¿Somos realmente seres racionales?

DEMOCRACIA Y PLURALISMO

La tercera propuesta es la del pluralismo. Lo que nos remite al inicio y a una pregunta: ¿es útil para la libertad, prohibir, limitar, controlar la libertad de expresión? Mill sería categórico: de ninguna manera. Esto lo advirtió, también, en línea milliana, el filósofo Isaiah Berlin (1909-1997), no solo la sociedad no debe limitar la libertad negativa de expresión, por ejemplo, pues, al hacerlo, atenta contra sí misma, ya que impide que otras libertades positivas, que se podrían ejercer, no lo hagan. Y así se niega la posibilidad de lo que Berlin llama, la democracia agónica, del griego agon, de rivalidad, competencia, pluralismo. Lo que muestra que Mill no fue un liberal-libertario sin más, sino, además, abogaba por libertades-socialistas como lo cuenta su hija hacia 1879.

Hoy, con la suspensión, aunque por corporaciones privadas, de la libertad de expresión, se empobrece y ensombrece el pluralismo. Se invoca de delitos de odio, o de ofensas, o de pensamiento “correcto”. Pero en una sociedad libre es, precisamente, el intercambio respetuoso de ideas, sin límites o cortapisas, el camino para escudriñar lo “correcto”. ¿Cómo se sabrá si lo son si se prohíbe? Se puede cuestionar a Mill sobre su noción de ser humano o su empirismo lógico –yo no comparto ciertas cosas– pero, paradójicamente, solo se podrá, como el mismo quería –en libertad–. De ahí la perplejidad de aquella expresión al interior de cierta tradición cristiana, de que el error no tiene derechos. Pero ese error solo puede ser combatido en libertad. Y ahí, el individuo que yerra goza de derechos. Por eso, la propuesta de una sociedad libre no podrá convivir con posturas que atentan contra los derechos de los demás de ser libres. Aunque ese ser libre diga tonterías. O como tan bien lo expresara Mill: “Es mejor ser Sócrates insatisfecho que un tonto satisfecho”.

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