- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Fue don Cecilio Báez el autor del enunciado que habría de estigmatizarlo durante mucho tiempo, con algunos rezagos, incluso, hasta hoy: “El Paraguay es un pueblo cretinizado (…) semejante a un ser sin voluntad ni discernimiento”. De nada valieron los argumentos respaldatorios de su afirmación porque sus adversarios, políticos e intelectuales, ya lo habían condenado por la interpretación simplificada de su dicho: “Somos un pueblo de cretinos”. Báez, la personalidad “más vigorosa en materia filosófica” en el período 1900-1940, (Paciello, Óscar; Cuadernos Republicanos Nº 10, febrero de 1975), había sido recibido por una gran manifestación popular el 21 de mayo de 1902, después de participar como delegado paraguayo ante la Conferencia Panamericana de México (Esteves, 1983). Uno de los que estaban en la multitud para darle la bienvenida, Juan E. O’Leary, recogió el guante para rebatirlo con vehemencia. Este ciudadano, a quien no hace mucho habíamos recibido con vítores –escribe O’Leary– y a quien hemos saludado como el representante legítimo de la juventud paraguaya, ya no puede ser acreedor de ese título, porque no sería correcto para “una ilustración eximia ser representante de cretinos”. La polémica entre ambos les sobrevive hasta hoy, a través de la relectura de sus textos.
Casi sesenta años después, Roa Bastos nos encierra en una isla perdida en la inmensidad de la cultura latinoamericana en la que “la literatura del Paraguay ha sido siempre una tierra poco menos que desconocida”, pues “es inútil buscar en las antologías una página dedicada a sus poetas, narradores o dramaturgos”. Es, quizás, de las primeras veces que utiliza su conocida metáfora, que impactó más que sus propias obras en el imaginario popular. Incluso aquel que no leyó ninguno de sus libros conoce esta expresión roabastiana. En su trabajo “Pasión y expresión de la literatura paraguaya”, publicado en la Revista de la Universidad Nacional de El Litoral, en junio de 1960, el primer capítulo hace referencia, precisamente, a “una isla rodeada de tierra”. En esta investigación, nuestro máximo narrador intenta explicar las razones del “raquitismo de la literatura paraguaya en castellano”. Pero el “drama del aislamiento” no es solamente físico en el tiempo y en el espacio, “determinado por su especial geografía mediterránea y por las ininterrumpidas encerronas políticas de gobiernos dictatoriales, sino también de aislamiento espiritual sellado por la influencia protectora, pero al mismo tiempo restrictiva del idioma autóctono”. Ese es uno de los argumentos centrales del porqué nuestro país “ha permanecido literariamente inédito para sus demás hermanos de América”.
Si bien confirma con énfasis que “el Paraguay (estamos en 1960) carece de verdad de una novelística representativa”, deja entrever una salida a este drama cultural: “La poesía en castellano ha reemplazado en el Paraguay la función de la narrativa, la que solo desde hace unos cuantos años ha empezado a dar indicios de un vigoroso despertar”. Aun así, en una entrevista publicada en noviembre de 1984 en la Revista Humor de Buenos Aires, insiste: “La cultura paraguaya tiene un siglo de atraso”.
En 1993, cuando el candidato presidencial del Encuentro Nacional, Guillermo Caballero Vargas, de estar primero en las encuestas desciende al tercer lugar en las urnas, uno de sus asesores extranjeros sentenció que “Paraguay es el cementerio de las teorías”. Lo que al principio sonó como una definición original de lo que (supuestamente) somos, en verdad, no lo era. No era original. El sociólogo e investigador Javier Numan Caballero Merlo trae a colación que, a finales de los 70, el profesor argentino Francisco Delich, después de una estadía en nuestro país como director de un curso de posgrado en Sociología Rural, publicó posteriormente un artículo donde incluyó “una expresión de Kalman Silvert: Paraguay es un cementerio de teorías”. Se aclara, en el mismo artículo, que Silvert era un académico latinoamericanista de la década del 60 y comienzo de los 70.
Al igual que los apologistas de Báez tratando de exorcizarlo mediante el conjuro de una “frase descontextualizada”, de las precisiones del propio Roa de que no negaba la presencia de valores individuales, pero que lamentaba la ausencia de un corpus narrativo, Caballero Merlo asume que “la premisa histórica, falsa de partida, invalida en la experiencia tal conclusión” (Leer más en la revista “Estudios paraguayos”, diciembre del 2017).
Pero las tres frases están ahí, clavadas como espinas invisibles en el sentimiento colectivo, aplastando inconscientemente miles de espíritus. De ellas hay que despojarnos mediante un proceso de transformación cultural aún aplazado, porque priorizamos la idea de que las urgencias del presente solo pueden ser analizadas desde lo inmediato. Es en la memoria donde debemos encontrar todos nuestros huesos perdidos. Y traerlos a nuestros días para encararlos y superarlos. Y si nuestro atraso es de cien años, deberíamos apurarnos. Porque a los poderes –legales, fácticos y ocultos– les conviene que sigamos así.