- Por Hno. Mariosvaldo Florentino
- capuchino.
Estamos empezando la cuaresma, tiempo santo de conversión, de revisión de vida, de perdón y de gracia. Las cenizas que recibimos el miércoles significan que somos conscientes de nuestras debilidades, de nuestra finitud, de nuestra precariedad, y por eso, sin la gracia de Dios, también nosotros no seremos nada más que cenizas.
Hoy la Iglesia nos presenta el Evangelio que de algún modo motiva toda nuestra cuaresma. Él nos habla de los cuarenta días penitenciales que Jesús pasó en el desierto.
La primera cosa que nos llama la atención es que Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu Santo. Él estaba por empezar su misión pública. Él había sido apenas bautizado y, para prepararlo, fue llevado al desierto. Este pasaje nos hace recordar de la frase de Oseas: “Yo la volveré a conquistar, la llevaré al desierto y allí le hablaré al corazón” (Os 2, 16).
El desierto es el lugar de la soledad, del silencio. El paisaje es monótono, el clima árido y caliente... en una palabra, el desierto es el lugar de lo esencial, donde no hay lugar para lo superfluo y lo superficial. Por eso, el desierto es el lugar de hablar al corazón. Él te invita a la introspección, a la meditación profunda, pues allí no se tiene mucho con qué distraerse. Por ejemplo, en el desierto descubrimos cómo el agua es esencial para la vida y allí, seguramente, ni pensamos otras bebidas refinadas. Es una experiencia que nos hace descubrir lo que realmente es importante. Estamos inmersos en un mundo de tantas etiquetas y de tantas banalidades que perdemos de vista las cosas esenciales. A veces, por pavadas y superficialidades, destruimos una amistad, una familia, un grupo eclesial, una asociación vecinal. Pero, el desierto, el silencio y la penitencia nos llevan a la vía de la vida, nos hacen abrir los ojos del espíritu y ver más allá de los envoltorios.
Es por eso que allí podemos escuchar la voz de Dios, que nos habla en el corazón. Allí podemos conocernos mejor, podemos identificar nuestras motivaciones profundas y así descubrir más claramente también nuestras más profundas tentaciones. A veces, en el corre-corre de la vida cotidiana, no conseguimos discernir bien cuál es la voluntad de Dios para nosotros y acabamos creyendo que lo que hacemos es lo mejor para los demás, nos justificamos considerándonos muy buenos, cuando en verdad, nuestro actuar no pasa de un modo disfrazado de egoísmo o de orgullo. Cuántas personas están convencidas de que lo que hacen es lo mejor para todos, y se creen muy buenas, cuando en la verdad están indirectamente buscando solamente su propio beneficio. Cuántas veces, por ejemplo, damos un regalo a una persona, no como una expresión de sincero afecto o de admiración o con gratuidad, sino que muy al contrario, estamos pensando en lo que podemos recibir a cambio, en el beneficio que tendremos. En ese caso, tal regalo es expresión de egoísmo y no pasa de un modo disimulado de querer colocar al otro a nuestro servicio. Ciertamente nos falta un poco de desierto.
Es esto la cuaresma. Es tiempo de desierto. Seguramente no tenemos posibilidad de ir hasta el desierto como un lugar, pero la Iglesia nos invita a vivir el desierto como un tiempo. Es un tiempo de silenciar nuestra vida; de buscar entrar en nosotros mismos; de meditar la Palabra de Dios y dejar que ella nos cuestione, nos desnude en nuestras íntimas intenciones, nos quite nuestras máscaras, nos haga conocer nuestras tentaciones. Por eso, la Iglesia pide evitar un poco las fiestas, el ruido del mundo y asumir alguna penitencia. Para nosotros el desierto es una actitud, una disposición interior de quien está interesado en conocerse mejor para asumir en serio la propuesta de Cristo.
No puede existir vida auténticamente cristiana que de tiempo en tiempo no busque un poco de desierto. Quien no lo hace, puede estar viviendo de modo ilusorio su vida de fe. El desierto nos ayuda a descubrir quién está en el centro de nuestras vidas, si es Dios o somos nosotros mismos. Muchas personas tienen miedo del desierto. Tienen miedo de confrontarse con ellas mismas. No quieren reconocer sus profundas motivaciones. Y acaban viviendo en la superficialidad.
El Espíritu de Dios nos quiere llevar al desierto. Nos quiere purificar. Nos quiere hablar al corazón.
Cuaresma es esto. Ciertamente el desierto no es lugar de placer, pero es allí que aprendemos a ser verdaderamente cristianos y, sin dudas, abrimos las puertas a la paz y a la auténtica felicidad.
¡Buena cuaresma!
El Señor te bendiga y te guarde,
el Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.