- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
A todo proceso de cambio le corresponde un período de transición. El paso de un estadio a otro –por ejemplo, de una dictadura a una democracia– conlleva la exigencia de la adecuación mental al nuevo escenario, de adaptación a la emergente realidad. Los primeros vehículos de esa transformación deben ser unas instituciones igualmente transformadas. Aquellas que sean capaces de poner límites a las insaciables ambiciones de poder de los hombres. Y de castigarlos con dureza si trasponen los umbrales de las normas que aceptamos como válidas para todos. Sin excepciones. Ese tramo no es de construcción automática o espontánea. Plantea una línea de salida y una meta bien definida, planificada a través de un amplio consenso político y social. En ese espacio concreto se avanza hacia lo radicalmente nuevo. Al menos, esa debería ser la visión idealizada del cambio. Pero no siempre es así. A veces, se cubren con túnicas nuevas los vestigios del autoritarismo.
Nuestro punto de partida está fechado el 2 y 3 de febrero de 1989. Pero no se visualiza el final de esta interminable transición que nunca alcanzó el esplendor de una democracia que logra consolidar la perfecta combinación de sus tres formas de expresión: la política, la social y la económica. Seguimos navegando en un océano de confrontaciones maniqueístas, de contradicciones deliberadas y de un discurso de artificios desde el poder que no consigue mostrar pistas seguras hacia un estado de derecho con justicia social. La fragilidad de nuestras instituciones y el carácter débil de los hombres que las administran han perfeccionado los perversos rostros de la corrupción-impunidad, permitiendo la vigencia de aquella “ecuación del diablo”: la de un país rico con un pueblo pobre.
Nuestra escasa tradición democrática –confirmada por la historia política de nuestro país– y el casi nulo aporte de la educación al proceso de transformación cultural –porque raras veces pudo preservarse de las presiones del cuoteo político– han obstaculizado la formación de ciudadanía en el volumen que precisamos para operar el final de la transición y el principio del cambio real. Muchos resabios de autoritarismo todavía conviven con nosotros. Algunos veladamente, otros sin pudor ni rubor, como el propio presidente de la República, reivindican hasta ahora la dictadura de Alfredo Stroessner, sin importar la memoria de aquellos que murieron torturados en los calabozos del régimen. O las miles de familias que fueron separadas y destrozadas por la persecución y el exilio.
Nuestra memoria es frágil porque no la fijamos en las aulas con las lecciones dramáticas y despiadadas que merecen ser aprendidas. Nadie se ha preocupado de insertar esos capítulos de nuestra historia en los textos de lectura. Hemos decidido darle las espaldas a la memoria. Por eso vivimos un futuro siempre incierto. Porque ignoramos lo que fuimos. Al punto que ese pasado trágico es actualmente banalizado por un amplio sector de esta generación que vive en la burbuja de su efímero presente.
Hasta febrero de 1989 teníamos una educación que estaba organizada para sistematizar y perpetuar el sometimiento. El miedo era inyectado a propósito para anular cualquier intento de reflexión pública. El pensamiento autónomo –fuera de los controles del poder– solía tener un costo muy elevado. Aun así, algunos decidieron correr el riesgo. La política se reducía al ejercicio de la obsecuencia. Fuera de esos márgenes ya se transitaba sobre el filo de la irregularidad, sancionable con la prisión. El modelo económico excluyente era multiplicador de pobrezas. A los mitómanos de la “paz y el progreso” es bueno recordarles que el departamento de Ñeembucú no tenía un solo metro de ruta asfaltada. Tampoco un camino de todo tiempo llegaba hasta Concepción. Se gobernaba con la vieja fórmula del caudillismo: el premio o el castigo.
Desde esas catacumbas había que abordar la nueva cultura. Sobre todo la cultura democrática. La obsesiva, y exclusiva, lucha por el poder, dentro de las nuevas reglas, e incluso, fuera de ellas, opacó toda prioridad intelectual. No ha dejado de premiarse la mediocridad o el amiguismo. La lógica de la lealtad no siempre es compatible con las exigencias de la capacidad. Y si las viejas prácticas perduran es porque se fue el régimen, pero no se desmontó el sistema.
Hoy pareciera que todo está por hacerse. Lo que sería saludable, si no fuera porque ya pasaron 32 años desde la caída de la dictadura. Y que ya no se nota el entusiasmo de aquellos días iniciales. Construir ciudadanía debería ser la prioridad de los líderes que se consideran formadores de opinión. De lo contrario, el poder seguirá siendo una réplica de todo aquello que deteriora una democracia genuina, esa que se forja más allá del perpetuado ritual electoralista.