Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez

Dr Mime

Vivimos un año de despedidas. Algunos despedimos muchos afectos, cercanos o no, pero que por la contingencia mundial que vivimos hace que nuestros adioses sean mayores que nuestros holas. Pero, ¿cómo responde el cerebro ante el dolor de la pérdida física de un afecto? ¿Cómo reacciona ante el rompimiento del vínculo que nos une, material o emocionalmente, a otra persona?

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El duelo se define como todo período necesario para dejar de tener aquello que se tiene. Nuestro corazón no es el órgano que sufre, ya que esa es una construcción romántica, pero absolutamente desacertada, ya que quien sufre es el cerebro y lo hace mediante nuestra manera de procesar toda la información de la novedad. El sufrimiento abarca todo el proceso de recuperación de todo nuestro aprendizaje previo respecto a la persona que nos falta, todo ello almacenado en áreas de hipocampo, conectadas con la amígdala, bajo el control del poderoso córtex prefrontal, porque todo recuerdo está asociado a una emoción, pero bajo la orden consciente o inconsciente de un complejo circuito de áreas interconectadas entre sí.

Podríamos suponer que el cerebro, ese órgano del cuerpo único y personal, sobrevive a episodios de alto riesgo mortal, pero sale adelante, se reorganiza, recupera e incluso progresa a un cerebro en versión mejorada, más rápido, más eficaz, selecciona la información relevante, dejando de atender a la no importante, la que no se necesita para vivir, la que permite adaptarse al medio. Un cerebro capaz de hacer esto permite sobrellevar pérdidas, pérdida de la salud, de un ser que amamos, de una ocupación, de una vida, de un hábito… y en todo proceso de duelo entra en juego de alguna manera esta forma de “reorganización neuronal”. El dolor también tiene su localización en áreas de una porción cerebral conocida como corteza cingular, situada en la profundidad del órgano, y que es parte fundamental del sistema límbico donde se procesan la mayor parte de las emociones, sentimientos y experiencias, las cuales nos hacen reaccionar y actuar, a través de las funciones ejecutivas. En todo suceso traumático, es el hipocampo capaz de bloquear acontecimientos de este tipo que garanticen la supervivencia.

El ser humano tiene la necesidad de dar nombre a cada acontecimiento que sucede, busca explicaciones y es capaz incluso de construir teorías falsas, como buen cerebro creativo que poseemos. Por eso es tan difícil superar el duelo de algo que ha permanecido tanto tiempo en nuestros recuerdos, sin estar preparados. Aunque la realidad es que no nos educan ni nos entrenan para afrontar estas situaciones, tan difíciles de gestionar emocionalmente. Focalizar, seleccionar, mantener e incluso dividir nuestra capacidad de atención es una de las capacidades cognitivas que nos hacen más o menos felices. Solo las mentes capaces de tener más flexibilidad cognitiva sobreviven a contratiempos, daños cerebrales, y deterioro cognitivo. La mente humana, buscadora de soluciones, el autocontrol de conductas y pensamientos que nos permiten adaptarnos al medio y sobrevivir, y esto es nada más y nada menos que selección natural pura y dura, desde un punto de vista cognitivo. Como dice mi amigo Pablo Herken, “duele decirlo, pero hay que decirlo”.

El duelo es pues todo proceso necesario que nos obliga a dirigir nuestro foco de atención hacia los estímulos “distractores”, a la vez que se mantienen los hábitos que permiten avanzar y vivir, “aparentemente” mientras se supera el maravilloso arte de transformar la ausencia que duele en nostalgia. Y es que, aunque parezca un contrasentido, la tristeza en estos casos puede ser beneficiosa porque es una reacción que está programada en el cerebro y en realidad puede ser muy útil. Cuando perdemos algo, cuando una relación termina o cuando no alcanzamos una meta, el organismo responde con la tristeza: una indicación de que debemos renunciar a una meta que podría carecer de sentido. La depresión que sobreviene, entonces, es un programa orgánico para ahorrar energía. Cuando nos sentimos sin energía, nos detenemos y reflexionamos, y al final a menudo encontramos nuevas fuerzas y claridad. Esto funciona así, por ende, el “duelo” debe “doler”, de ahí su nombre. La mente humana es capaz de olvidar las emociones negativas asociadas a un evento traumático. Y únicamente, en esa nueva necesidad de avanzar, se suman personas, nuevos hábitos, nueva información, nuevas conductas, que hacen que se vaya construyendo toda esa trayectoria de vida, desde el principio hasta el final, absolutamente de nuevo, con la ausencia como protagonista.

Para procesar el duelo no hay metas a largo plazo, el día a día es la parte fundamental para dirigir a la persona cuyo vacío existencial debe cubrir con paciencia y con el apoyo de los que le rodean. Nuestro cerebro y nuestro cuerpo deben seguir un tiempo de recuperación, hasta un año, para acomodar al paciente a la nueva situación. “DARSE TIEMPO, DARSE PERMISO”. Y seguir adelante. Al fin y al cabo, todo es una cuestión DE LA CABEZA. Nos leemos el siguiente sábado.

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