Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
La dignidad de nuestro pueblo no siempre es honrada por los gobernantes. El peregrinaje interminable hacia la tierra sin mal es una odisea sin isla donde atracar. Es difícil, de todas maneras, desembarcar en una isla rodeada de tierra. Así nos definió el supremo escritor. El talento mutilado del joven historiador por una bala artera nos legó un presagio de tristezas: a pasado de gloria, presente de ignominia. El moderado político e intelectual nos resume en una obra lapidaria: “Infortunios del Paraguay”. El máximo escritor retoma la pluma y completa la frase: “El infortunio se enamoró del Paraguay”. Y llegamos a estos días, con las mismas ancestrales desgracias de gente que traiciona a su propia gente.
Siempre sostuve que somos un país de contrastes increíbles y paradojas irremediables. Lo que debería ser normal y pasar desapercibido se ha convertido en noticia. Y lo celebramos como memorables victorias épicas, aunque no haya nada que festejar. No importa que se empecine el presidente de la República en repetir el preparado discurso de que Paraguay “no es un país de mendigos, es un país de trabajadores”, porque en la práctica es la actitud que asume el Gobierno para que Brasil y Argentina nos transfieran los fondos, en diversos conceptos, que legal y legítimamente nos corresponden en nuestra calidad de socios condóminos de Itaipú y Yacyretá. Se atrasan cuando quieren y nos pagan como pueden. Y hasta nos miran como al hermano pobre que estira la mano. Pero apenas nos depositan parte de la deuda y es titular en los medios de comunicación, como si fuera que fue el hombre el que mordió al perro y no al revés.
Los casos de atrofia muscular espinal (AME), y uno en especial, solo fueron noticias porque evidencian el declarado fracaso de la política de salud pública en nuestro país. Los padres de la niña Bianca se erigieron en la voz en el desierto que ayudó a otros pacientes a visibilizarse. Las discusiones sobre si la pequeña es apta o no para el procedimiento reclamado, aunque válidas, repito, no podrán distraernos de una realidad tan dolorosa como irrebatible: que en el país de trabajadores se sigue mendigando atención sanitaria.
Lo que para nosotros fue una desgracia, al Gobierno le sirvió de espejismo para cubrir ineptitudes. Su incapacidad de administrar el Estado. Desde el propio presidente hasta su entorno multicolor. De hablar mucho y hacer poco. Los juegos de pirotecnia de inaugurar cualquier cosa –hasta puentes de un solo carril–, como señal de movimiento permanente, ya no distraen la atención de las urgencias cotidianas. La gente mide y evalúa los discursos en relación con su propia circunstancia. Ese juicio es el único que tiene consistencia ante la pretensión de instalar la cultura de la mendacidad como método para gobernar.
La mentira es un hábito recurrente hasta para justificar nuestras llegadas tardías. Pero es en la política y, más que nada, en el ejercicio del poder donde su contracara, la verdad, muestra su expresión más decadente. La incoherencia entre el discurso y los hechos se verifica en tres ejes del Gobierno: salud, obras públicas y educación, donde se lanzan cifras que no pueden verificarse. Y se anuncian logros de excelencia que son desmentidos por el simple método de la observación.
Con la pandemia llegó el respiro para la administración de Abdo Benítez. En medio de la incertidumbre mundial nos apegamos a todo aquello que pudiera representar una señal de supervivencia. A pesar de su gestión opaca hasta ese momento, apareció el ministro de Salud con medidas que fueron aplaudidas por casi todos. Me incluyo. Por su serenidad llegué a nombrarlo “capitán de tempestades” en algunos artículos. De repente, según la propaganda oficial, ya éramos un ejemplo en el mundo. Europa volcaba su mirada hacia nuestro país para conocer los detalles del “milagro paraguayo”. Somos modelo para la región en el sistema de compra de insumos para enfrentar al covid. La vieja estrategia de mentir para confundir. Solo que el pueblo digno y trabajador, aunque manso, ya no traga estas falacias. Ya ni siquiera lee ni escucha. El ruido ensordecedor de la corrupción y de la inoperancia impide que tengan eco las palabras huecas. La más miserable de todas fue craneada en el ámbito de la salud. Para robar, amparados en el estado de conmoción que generó la pandemia. Y, luego, la ciencia volvió a retroceder ante las chambonadas, improvisaciones, los juegos de acertijos y el azar.
En la cultura de la mendacidad se condena la corrupción desde el Gobierno, pero todos los corruptos están libres. Mientras el pueblo digno y trabajador zozobra en la desesperación económica, pillos y peajeros oficiales gozan de buena salud (un lugar común imposible de evitar).
Solo aguardo que, alguna vez, generaciones futuras derroten al infortunio de ser gobernados por mediocres, corruptos y acomodados oportunistas.