Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Las etiquetas ideológicas en nuestro país son de fronteras muy elásticas. Porque no dependen de convicciones programáticas sino de líneas puntuales. Tanto para el que concede las categorías como para el que dice ser parte de ellas. Así, populistas (de ambos extremos), conservadores, reaccionarios, fascistas disfrazados de demócratas, militantes de izquierda y de derecha fluctúan en un océano de confusiones y equívocos conceptuales porque las definiciones, más que para garantizar identidad, son usadas como armas para destruir o ridiculizar al adversario.

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Los ejemplos simplifican la comprensión. Adherentes del socialismo pueden estar a favor de considerar la vida desde la concepción y adscritos a la derecha ser condescendientes con la legalización de la marihuana. Pero la declaración pública de sus pensamientos ya los mudaría de posición por una estructura mental maniqueísta e intolerante que no acepta razones más allá de sus adoctrinadas miopías. Los fundamentalismos crecen en todos los rincones. Que dos o tres personas que se declaran de izquierda escriban en un diario conservador o de derecha no modifica la línea editorial del periódico. Sigue siendo lo que es. Es solo negocio para dar la imagen de un pluralismo que termina donde empiezan los intereses del propietario. Ocurre igual, pero al revés, con los partidos políticos. Se los califica, o descalifica, por la acción práctica de su clase dirigencial del presente y no por los principios fundacionales y marcos programáticos que regulan su existencia. Principios y programas que muchas veces, hay que decirlo, son bastardeados y falseados desde adentro. Deliberadamente por conveniencia o pasivamente por ignorancia.

El Partido Liberal Radical Auténtico, lejos de la demarcación intransigente de Cecilio Báez, es interpretado hoy por algunos de sus representantes como de una renovada orientación socializante, pero más allá de la denominación unificadora de ambas tendencias, es obvio que dentro de ese partido aún no logra su plena convivencia lo liberal con lo radical. Y por el lado del Partido Nacional Republicano navegan por el mismo carril varias corrientes, también muy alejadas de aquellas líneas matrices sobre las que se encarrilló la concepción de un Estado con una ineludible misión social. Concepción que se enrique con el talento creador de Blas Garay en 1898: “La repugnancia que a algunos inspira la acción del Estado en el orden económico, procede de la falsa idea de que únicamente existe para lo político”.

El tercer frente que en el 2008 rompió con la supremacía de los partidos tradicionales –igual que en 1936–, sin embargo, no llegó acompañado de los vientos revolucionarios de sus proclamas electorales. Salvo la instalada creencia de conquistas significativas en el área de salud, se empantanó en la corrupción (con varios procesados) y se envició con la masiva contratación de funcionarios públicos, con las conocidas prácticas del nepotismo, la prebenda y el clientelismo.

Hoy, el enemigo común a derrotar por la oposición es la Asociación Nacional Republicana. El partido, cuyo arco ideológico parte de las “leyes sabias y protectoras para la campaña” del Programa-Manifiesto de 1887 y se consolida con “la evolución hacia una sociedad igualitaria, sin privilegios ni clases explotadas”, de la Declaración de Principios de 1947, es arrinconado como de derecha, como mínimo, y neofascista, en última instancia.

Las acciones de los hombres marcan un período en la vida de las instituciones. Si la Constitución Nacional es violentada tenemos el instrumento a mano para tomar conciencia de que tal cosa ocurre. Lo mismo pasa con las asociaciones políticas con un manual ideológico y programático redactado por sus hombres más sobresalientes, moral e intelectualmente. Y aunque ese manual haya sido vaciado o adulterado, siempre queda la posibilidad de inspirarnos en el original. La posibilidad de “volver a nuestras raíces”, como reclamaba en la Convención Colorada de 1989 el doctor Osvaldo Chaves, quien resumió su dolor de décadas de exilio con una sola frase: “La larga noche quedó atrás”.

Tanto el documento fundacional como la Declaración de Principios tuvieron el soporte de programas socialmente muy avanzados, como los de 1930, 1938 y 1947. Proponían la “protección del Estado a la familia”, la “subordinación de la propiedad privada al interés común”, el “impuesto directo y progresivo a los latifundios e inversión de esos fondos en el fomento de la propiedad rural”, la “ley de contrato colectivo de trabajo”, la “facultad del Estado de intervenir en la actividad económica privada en salvaguarda de los intereses de la colectividad”, la “igualdad civil y política de ambos sexos”, el “divorcio absoluto”, la “igualdad civil para los hijos legítimos y los considerados ilegítimos”, la “intervención del Estado en todas las empresas de utilidad pública…”.

Y dejé, a propósito, para el último renglón: “Repudio a todo totalitarismo o imperialismo económico o político como instrumento de dominación internacional”.

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