Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Nuestro Estado es laico, y, por tanto, reconoce la creencia de todos, incluso la no creencia. Eso es lo racional y científico. Neutro. Lo religioso no cuenta. Fin de la discusión. Lo leí hace unos días como argumento a favor del plan de la niñez y la adolescencia. ¿Qué pensar?, me dije a mí mismo. Me pareció muy interesante. Más aún porque es cierto. Por lo menos, casi toda la afirmación. Digo casi, pues, en la misma, se deslizaba una afirmación sobre ilegitimidad que, en una discusión pública, en este caso sobre el contenido de la educación, lo religioso debería quedar excluido. La pretensión era que, el Estado, el Estado paraguayo, laico, profesaba algo: el que todos, racional y científicamente, tienen permiso de expresar su creencia, incluso los no creyentes. Pero era neutro, y así, debía discriminar, excluir lo “religioso”.

Hay algo más. Esa visión de la sociedad, en sí misma, no sería objetable, a menos que se la entienda en una sola dirección: que el Estado garantice una razón pública desnuda, “desvestida” de lo religioso-ético. ¿Qué hacer con lo “religioso”? Remitirlo a lo privado. O eliminarlo. No es científico. Una sociedad pluralista que incluye ciudadanos con creencias diferentes no debería aceptar ninguna de estas perspectivas como verdadera. El Estado tiene la obligación de garantizar que los ciudadanos sean libres de perseguir su idea de la felicidad sin interferencias religiosas. El Estado, en su naturaleza laica, no debe profesar lo religioso. Pero, ¿es esto así?

LO LAICO: ENTRE EL LAICISMO Y LA LAICIDAD

Desentrañar lo laico no es fácil. Pero es esencial para saber de qué hablamos. El primer significado que aparece en el concepto, mencionado más arriba, es negativo: laico refiere a lo que excluye lo religioso. La religión, fruto de meros sentimientos como la entiende esta consideración, es irracional, emotiva. Lo laico, en cambio, es lo racional. Excluye lo religioso porque, argumentan, son autónomos, en su moral, su política, su visión de la vida. De ahí se concluye, está sometido a la razón pública. Ese es su orgullo. Pero esta es una reducción del significado del término: laico como laicismo. Laico equivale a profesar que el ser humano se basta a sí mismo. No se necesita de Dios y menos de la Iglesia para construir la sociedad. Era la política de Stroessner, el tratar de reducir la Iglesia a los templos, la fe, a la intimidad, como le advirtiera Juan Pablo II en 1988.

Pero lo laico refiere a algo más, también a una laicidad. ¿Qué significa esto? Un término no excluyente. Sin defender ningún Estado confesional religioso-eclesial, lo laico como laicidad expresa el respeto a las diversas concepciones de la vida, de la sociedad, donde cada uno es autónomo, pero, a diferencia de lo laico-laicista, no es hostil a lo religioso. Acepta, en el dialogo político, la legitimidad del argumento de ciertas verdades e inspiradas en la religión, no abogando, de ninguna manera, la justificación arbitraria de dichas verdades y valores sobre la base de un criterio de autoridad, sino por su razonabilidad y evidencia. Ni las verdades del matrimonio, la vida, la dignidad, la igualdad, la libertad, que podría tener origen revelado, no por eso dejan de ser razonables. Solamente pide libertad religiosa para todos. Un cristiano, por lo menos en mi caso, no cree que la vida existe desde la concepción por un fiat revelado, sino por el dato empírico. Lo contrario sería una tentación fundamentalista. La propuesta laico-laicidad ofrecida únicamente para reflejar la condición humana y que esta, por razón y evidencia, se constituye en el suelo nutricio de una democracia que no discrimine a nadie.

EL ESTADO LAICO-LAICISTA PROCEDIMENTAL

El engaño de cierto iluminismo de la modernidad es la pretensión de la neutralidad en la ciencia. El que la realidad tiene solo una medida: si no se ve, toca, pesa algo, no existe. Eso es, palabras más o menos, Ciencia. Así, con mayúscula. El resto, los valores, la moral, son mera elucubración subjetiva. Así, el proceso de secularización, la eliminación de “lo religioso-moral” de lo público-racional, llevaría a una mayoría de edad a la sociedad. América Latina, incluido el Paraguay, no ha sido ajena a esto: desde el siglo diecinueve, de México al Paraguay, las “elites” gobernantes han tratado de imponer ese positivismo laico-laicista “científico”.

Esto se concreta hoy, en una extendida comprensión de la democracia liberal: la procedimental. El Estado garantiza meros procedimientos que podrían limitar la libertad de los ciudadanos, pero por una razón no religiosa. No debe afirmar valores sobre lo que es bueno en sí, posibilitando que los ciudadanos adultos y racionales sean libres de perseguir lo que crean que es bueno para ellos sin preocuparse de objeciones de la familia, la Iglesia u otros ciudadanos, etcétera. A menos que, esos límites, sean de la ciencia: si el Estado desalienta la promiscuidad sexual lo hace solo para evitar embarazos no deseados o, limitar el contagio de enfermedades de transmisión sexual. Es salud pública como dijo recientemente el presidente argentino sobre el aborto.

DEMOCRACIA ES CONVIVENCIA DE TODOS

La concepción procedimental de lo laico-laicista tiene un problema: intenta ser totalitaria. Admite un criterio de lo público, de lo racional, de lo científico. Y discrimina lo disconforme a ese pensamiento hegemónico. Eso es lo que ocurre con este plan de la niñez (y varias propuestas de políticas públicas similares) de enfoques de género. Su problema es con la libertad: quieren hacer al Estado confesionalmente de género. La intelligentzia nacional e internacional, que son las que deciden, no admiten que puedan existir otras perspectivas. El suyo no es el Estado laico de la Constitución Nacional que garantiza la pluralidad ideológica. No captan que una democracia es sustantiva: los “religiosos” también son ciudadanos y sus perspectivas, teorías, tienen valores que están protegidos por la libertad religiosa.

Una democracia pluralista no consiste en ciudadanos como amigos-enemigos, sino en la amistad cívica, la convivencia con el otro. La cuestión no es de “laicos” versus “religiosos”, o de los partidarios del “género” contra “fundamentalistas”. Es más bien, la de una laicidad democrática pluralista que no viole las libertades civiles, que no imponga una visión particular de lo sexual a todos, que no atribuya una sola manera de libertad de enseñanza, o de qué tipo de lenguaje se debe usar, o que debe incluirse en los derechos reproductivos. Esa es, al menos, mi convicción desde un constitucionalismo liberal- democrático: la repulsa de que todos pensemos igual para que sea democracia. Nuestro Estado es laico-plural, y, por lo tanto, reconoce la creencia de todos, incluso la no creencia. Y lo religioso también cuenta. ¿Difícil convivencia? Ciertamente, a pesar de que, como vemos, el fantasma terrible de Stroessner todavía habita entre nosotros.

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