POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com
“Alguna vela llevo yo en este entierro. Después de todo, mi hija lleva su nombre. Se llamaba Margarita María Macarena. Muchas M a cuestas”.
Así abre Marcela Serrano su último libro. Sin irse por las ramas ni tratar de dorar la píldora. Al final de cuentas, no parece un libro escrito más que para ella misma, algo a mitad de camino entre un diario íntimo y un ensayo sobre el duelo. No un duelo más, sino uno que la deja partida por la mitad, el de su hermana Margarita. “Nos han arrojado una bomba atómica sobre nuestras cabezas. Hablo en plural, hablo de sus hermanas. FUIMOS SIEMPRE CINCO. Se ha roto, irreversible, nuestra fanática identidad”.
Marcela y Margarita eran la tercera y la cuarta, respectivamente, las del medio y parte de “las chicas”, con la menor, Sol. Escritora, periodista e historiadora famosas. Letras por donde las mires. Margarita, o “La Eme”, “La Manga”, era la más graciosa, la más divertida; pero al jugar a “Mujercitas”, por eso de que sobraba siempre una jugadora, había que aceptar el papel menos deseado, el de Beth, la más melancólica y enfermiza. “La Eme”, buena onda, lo acepta, con tal de jugar todas juntas. Pero un día le confiesa a su casi gemela: “Yo no quiero ser Beth, Beth se muere”. Seis siglos después su hermana recordará esta anécdota con pesar: “Si como sostiene Rilke, la patria es la infancia, mi compatriota fue ella”.
Y lo que empieza como una reflexión sobre el duelo, refugiada en el campo por meses, rehuyéndole a cualquier forma de alegría, incluida la música, empieza a derivar por ese otro camino tan tramposo: el del recuerdo. Hay un dolor inmenso concentrado en cada página de este libro; pero no puede rehuir su destino final: ser un homenaje a la vida de “La Eme”, sus aventuras de niña y de adulta, la que logró llevarla de París a Chartres sin un franco en el bolsillo, poniéndose en frente solo un cartel que decía “Chile”, “porque estamos de moda”, justificó. La que se trepaba a los árboles y declamaba a Alfonsina Storni, la que no entendía porque su hermana famosa odiaba salir en televisión a promover un libro, la que nació para estar sobre un escenario, sin vergüenza ni pudores. La niña que entraba en la casa cada día primero a matar las arañas, porque a ella le daban pánico. La mujer adulta que le dijo, ya, al final de su vida: “¿Quién te matará las arañas cuando yo no esté?”.
La Serrano nos increpa porque, al igual que todos sus amigos, no sabemos quién fue Clara Sandoval, ni sobre su manto. “Fue la única en parir a dos genios: Nicanor y Violeta Parra. El vientre más fecundo de Chile. Ni Neruda ni la Mistral, sus únicos equivalentes, tuvieron hermanos”. Cuando mataron a Nicanor, su ataúd fue cubierto por ese manto que su madre, costurera, le había cosido, retazo a retazo, hacía años, con los sobrantes de tela que quedaban de la ropa de sus clientes, para proteger a su hijo mayor del frío del Sur. “Ni en su fantasía más delirante pudo pensar que el reposo final de su manto sería la Catedral de Santiago de Chile”. Pero La Eme no tiene un manto, porque ninguna de sus hermanas se puso a coser ni a tejer al borde de su lecho. Quizás por eso su compatriota de infancia se puso a escribir sobre ella, tejiendo recuerdos, en los días de su duelo, algo que se convirtió en su propio manto, “uno que la cubriese a ella y a quienes tras su muerte quedaron a la intemperie”.