Por Hno. Mariosvaldo Florentino
capuchino
El 1 de noviembre celebramos la fiesta de todos los santos y el 2 recordamos todos los fieles difuntos. Ambas celebraciones están íntimamente conectadas, y seguramente en estos dos días muchos de nosotros deseamos ir al cementerio y tendremos muchos recuerdos de nuestros seres queridos.
Todavía estos no son días para entristecerse, para quedarse llorando o entrar en depresión. Son días para testimoniar nuestra fe, renovar nuestra esperanza de ser santos e interceder por todos los fallecidos.
Nosotros no creemos que la muerte es el fin; que el cementerio es nuestro destino final; que todo se termina con la descomposición de nuestros cuerpos mortales. Al contrario, creemos que la muerte es una transformación por la cual todos pasaremos. Creemos en la resurrección de los muertos. Justamente celebrar el día de todos los santos es creer que la muerte de ellos no fue su fin. Es creer que están junto de Dios, que ya participan de la fiesta del cielo, que nos miran desde allá y están dispuestos a interceder por nuestras necesidades.
Nadie de nosotros vino a este mundo para ser eterno aquí. Todos somos peregrinos en la Tierra. Algunos hacen una larga peregrinación, otros una más pequeña. El tamaño no es importante, lo que importa es aprovecharla bien, es vivir intensamente cada instante, alabando por lo bueno, y buscando crecer con lo difícil.
Estamos aquí en este mundo de paso, debemos prepararnos para el cielo, conociendo la verdad, buscando perfeccionar nuestras vidas, amando y sirviendo a todos los que encontramos en nuestro camino, construyendo una historia de gracia, de bien y de paz a nuestro alrededor, viviendo ya una comunión vital con Dios.
Nuestra vocación aquí en este mundo ciertamente no es acumular todo lo que se pueda, no es subir a todo costo sin importarnos de pisar en los demás, no es gastarnos en vanidades y cosas fútiles que no se resisten al día siguiente. Nuestra vocación aquí es construir nuestro ser para la eternidad.
Así, pues, recordar a los muertos es, en primer, lugar recordar nuestra condición y nuestro propio futuro y encontrar así la fuerza necesaria para intentar cambiar nuestros defectos, nuestras relaciones egoístas y nuestro modo de vivir el día de hoy, pues nuestro ser en la eternidad tendrá la forma que le vamos moldeando en este mundo, tendrá las marcas que le vamos impregnando, exactamente como Jesús que aun resucitado tenía las marcas de su pasión.
Quizás deberíamos preguntarnos en estos días, en el cementerio, delante de un túmulo, ¿cómo quiero ser recordado: por mi esposa/o, por mis hijos/as, por mis amigos/as...? Quiero que digan: “Esta fue una persona buena, honesta, trabajadora, generosa, fiel, amiga, comprensiva...” o que digan: “Este fue terrible: un malo, testarudo, perezoso, infiel, irresponsable, mentiroso, avaro, prepotente...”. Pues podemos estar ciertos que las personas hablarán a partir de aquellas cosas que nosotros hacemos hoy, esto es, de la experiencia que tienen con nosotros, de lo que continuamente hacemos.
Los santos no se hicieron santos después de muertos. La Iglesia solo reconoció lo que en vida ellos ya fueron. Ellos construyeron su santidad cada día en una vida de íntima unión con Dios que les hacía estar a disposición de los hermanos, especialmente los que más les necesitaban.
La otra cosa que debemos hacer en estos días es rezar a Dios por nuestros fallecidos. Agradecerle por el tiempo que vivieron con nosotros, pedirle que en su misericordia los reciba en su reino, en la fiesta celestial, donde un día queremos reencontrarnos todos juntos.
Es por eso que estas dos fechas nos invitan a manifestar nuestra fe en la resurrección. Después de la resurrección de Cristo, la muerte para nosotros ya no tiene la última palabra. Nosotros no vamos al cementerio porque creemos que allí están nuestros seres queridos que ya murieron. ¡Allí están solamente sus restos mortales, pero que ya no podemos decir que son ellos! Pues lo que creemos y pedimos es que ellos estén con Dios. Vivan en el Señor.
Por eso, si queremos encontrarnos con ellos de verdad, ciertamente el mejor lugar es la eucaristía, ya que ella es el cuerpo de Cristo, esto es, además de ser su carne resucitada, es también toda la Iglesia. Y la Iglesia, cuerpo de Cristo, se constituye de los fieles que aún están en este mundo (Iglesia militante), los que ya murieron y están en el purgatorio, purificándose para ir al cielo (Iglesia purgante) y aquellos que ya gozan de la plenitud de la vida en el cielo, los santos (Iglesia triunfante).
Y todos estos nosotros podemos encontrarlos en el cuerpo de Cristo, la eucaristía.
Por eso nuestro ir al cementerio no debe ser solo un folclore, o para cumplir con los otros parientes vivos. No debe ser un gesto vacío de llevar flores, prender velas, y ni siquiera hacer una oración o no participar de la misa. Todos estos gestos son lindos, pero deben ser acompañados de un acto de fe. Fe en el amor salvador de Dios. Fe en su misericordia. Fe en su ternura.
Y si tú amas de verdad a aquel que ya partió, sepa que Dios lo ama mucho más, y puede hacerlo mucho más feliz que tú. Quien ama de verdad, quiere el mejor para el amado; entonces, entregarlo a Dios es la mejor alternativa. Por eso, no llores más, en el abrazo de Dios sienta también el abrazo de este tu ser querido, y deja que tu corazón se tranquilice.
El Señor te bendiga y te guarde.
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la PAZ.