Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

La noche calurosa de aquel domingo 24 de octubre de 1948 invitaba a la cerveza. El “Terraza” es el lugar elegido. A pesar “de una radio que desafina horriblemente, una multitud de sapos croadores y un propietario que hace todo lo posible para que los parroquianos se espanten”, dos caballeros conversan animadamente sobre los rumores cada vez más insistentes de un nuevo alzamiento militar. “Qué tranquilidad tan profunda”, comenta el dirigente aprista Luis Alberto Sánchez, quien eligió nuestro país para su destino de exilio. “Demasiada paz”, le responde el encargado de Negocios de Ecuador, Adalberto Ortiz, “notable novelista”.

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A la medianoche, Ortiz acompaña al hotel Colonial al político e intelectual peruano, ex rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. “Eran las doce y 45 –relata Sánchez en su libro Reportaje al Paraguay (1949)–, es decir, los primeros tres cuartos de hora del lunes 25 de octubre, cuando sonó una descarga de fusilería; luego, una ráfaga de ametralladora, y otra, y otra, muy cercanas; y, enseguida se oyeron los pesados y rítmicos pasos de los soldados en la calle”. Se viste como puede y ya en el vestíbulo se encuentra con los demás residentes del hotel. Solo los fogonazos herían la oscuridad con algunos destellos de luz. “No funcionaba el teléfono: Era una revolución”.

El escritor y periodista peruano describía el primer intento golpista para desalojar del poder al presidente de la República, J. Natalicio González, quien había jurado en el cargo el 15 de agosto de ese mismo año de 1948. Desde la convención que empezó el 16 de noviembre de 1947 y que concluyó dos días después, el sector denominado “democrático” del Partido Nacional Republicano mantenía un encarnizado enfrentamiento con Natalicio y sus “guiones”. ¿La razón? El denunciado “atraco” a la reunión de la máxima autoridad partidaria para imponer la candidatura del tendota a la Presidencia de la República.

El 15 de febrero de 1948 se realizan las elecciones que lo confirman para la Primera Magistratura de la Nación. Era candidato único. Entre el 2 y 3 de junio de ese año, en un rápido movimiento cívico-militar el general Higinio Morínigo es depuesto y asume provisionalmente como jefe de Estado el doctor Juan Manuel Frutos. El 15 de agosto de 1948, J. Natalicio González se convierte en el primer presidente colorado electo desde la revolución de 1904. El fracasado golpe del 25 de octubre fue liderado por el coronel Carlos Montanaro, director de la Escuela Militar, con el respaldo de la Marinería y el Regimiento de Artillería de Paraguarí, “unidad comandada por el famoso coronel Stroessner”, escribe Sánchez. Las fuerzas de la Policía de la Capital y la Caballería de Campo Grande sofocaron la rebelión.

Nuestra historia, y la historia en general, se alimentan de anécdotas. Son las que permanecen en el imaginario colectivo. Una de ellas tiene como protagonista al “famoso coronel Stroessner” (Alfredo), pues, según el registro popular evadió su responsabilidad en el fallido levantamiento escondiéndose en la valijera de un auto que lo introdujo en la embajada brasileña, para, luego, buscar, un punto de exilio. Así lo expone, también, el joven investigador de nuestro pasado, Fabián Chamorro, en ocasión de recordarse un nuevo aniversario de aquel acontecimiento: “Stroessner abandonó a su suerte a sus compañeros sediciosos para huir oculto en la valijera de un automóvil diplomático, y así, asilarse en le embajada de Brasil”. De ahí el sobrenombre de “coronel valijera”.

El antiguo compañero de Víctor Raúl Haya de la Torre, en su Reportaje al Paraguay nos cuenta otra versión. “Durante dieciocho horas, Asunción fue un infierno de balas (…) Vivimos una noche y un día espantosos. En torno al hotel Colonial se desarrollaba lo peor de la batalla”. El martes a la tarde, Luis Alberto Sánchez visita al presidente de la República. “En esos momentos salía de Mburuvicha Róga el coronel Stroessner, quien había viajado desde Paraguarí hasta Asunción protegido por la bandera brasileña. Paraguay entiende el asilo en una forma tan amplia que el gobierno pidió al embajador del Brasil su concurso para traer a la capital, como asilado, a uno de los jefes rebeldes; le permitió conferenciar con el presidente de la República sin cortapisas, y le autorizó a dirigirse al extranjero”. Esta es la otra cara de aquel hecho contado por quien vivió esa sublevación desde la primera línea.

En enero de 1949, nuestro escritor, ya en Guatemala, después de un breve paso por Buenos Aires, se entera de que su amigo Natalicio había sido obligado a dimitir por otra asonada. Su libro ya estaba para la imprenta, pero aún tiene tiempo para un apéndice de tres páginas. El error de González, concluye, fue no pactar con un sector militar para entronizarse. Y aquel coronel, que partía al exilio, volvería transportado clandestinamente por un canoero sordomudo –trágica metáfora– para quedarse 35 años en el poder.

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