POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com

“Como golondrinas, como salmones, éramos los cautivos indefensos de nuestros patrones migratorios. Fingimos que eso era lo que teníamos”. Perdida estaba la casa, no nuestra madre, no nuestro padre. Habíamos hecho un fetiche con nuestra desgracia, nos enamoramos de ella".

Les conté ya de mi amor por la narrativa de Ann Patchett en “Bel Canto”, aunque fui injusta, porque esa no es ni de lejos mi preferida suya. En algún lugar entre “Comunidad” y “La Santa Patrona de los mentirosos” debe estar, aunque con la reciente “La Casa Holandesa” ese primer puesto tambalea.

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Una pizca de “paraíso perdido”, mezclada con una gran cucharada de cuentos de hadas. Dos hermanos, Maeve y Danny Conroy, se vuelven inseparables después de que su madre se va de su casa cuando tienen 10 y 3 años, respectivamente. El hogar es la “Casa Holandesa”, una mansión en Filadelfia de 1922, que su padre, Cyril, un magnate inmobiliario, compró completamente amueblada como una sorpresa para su esposa en 1946. La casa, construida por una pareja holandesa que hizo su fortuna y la perdió, es grandiosa, con techos frisados, habitaciones señoriales y hasta un salón de baile en el tercer piso. Pero su esposa, Elna, la odia, estética y éticamente. Después de que ella huye, aparentemente a la India para dedicarse a los pobres, su familia sufre, como si “todos se hubieran convertido en personajes en la peor parte de un cuento de hadas”.

“Lo único que a nuestro padre realmente le importaba en la vida era su trabajo: los edificios que construyó, que poseía y que alquiló”, escribe Danny: “Amaba los edificios como los niños amaban a los perros”, pasión que el niño comparte. Andrea, una viuda casi veinte años menor que Cyril, se enamora de la casa y luego de casarse con Cyril se instala en ella con sus dos hijas pequeñas. Ciertamente no se enamora de sus dos hijastros. La llegada de la “malvada madrastra”, incluso más que el fantasma de su madre, marca el final de la infancia de Danny y Maeve. Su expulsión del paraíso se vuelve literal unos años más tarde: al estilo de esos cuentos, Cyril es plastilina en manos de su segunda esposa.

La novela está escrita en primera persona, desde el punto de vista del Danny ya adulto. Danny es, por diseño, un personaje despistado. Muchos de los detalles sobre su educación excéntrica nos los da su hermana mayor, un personaje mucho más interesante. Pero finalmente Danny se da cuenta de todo lo que no percibió en el camino, incluido el hecho de que las dos amas de llaves leales de los Conroys son hermanas. “El problema, quería decir, era que estaba dormido para el mundo. Incluso en mi propia casa no tenía idea de lo que estaba pasando”. Como la memoria, la narrativa de Danny salta en los tiempos, avanzando rápidamente a la escuela de medicina, a la que asiste solo por la insistencia de Maeve y su matrimonio, al que esta se opone. Periódicamente, regresa a su infancia, rastreando sus herencias intangibles, incluidos su carácter reservado, desconfiado, y la pasión inmobiliaria de su padre.

La Casa Holandesa también trata sobre la nostalgia obsesiva. Cada vez que Danny regresa a Pensilvania para visitar a Maeve, los dos terminan sentados en el auto, frente a su antigua casa para reflexionar sobre lo que les sucedió. En una de estas visitas, Danny pregunta: “¿Crees que es posible ver el pasado como realmente fue?”. Maeve insiste en que hace exactamente eso. “Pero superponemos el presente al pasado”, objeta Danny, una declaración que destaca el engaño de las historias personales vistas desde el retrovisor. “Miramos hacia atrás a través del lente de lo que sabemos ahora, por lo que no lo vemos como las personas que fuimos, sino como las personas que somos y eso significa que el pasado ha sido radicalmente alterado”.

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