Hace unos 2.800 años nacía en Roma una organización que persiste a pesar del tiempo. Según las crónicas, hacia el 750 aC se formó un consejo al que los ciudadanos llamaron Senado debido a que estaba compuesto por “senex”, es decir ancianos. Este consejo de ancianos era de gente notable y su función consistía básicamente en utilizar su sabiduría para un mejor gobierno y bienestar de los ciudadanos.
El poder del Senado no se limitaba como hoy a hacer leyes, sin posibilidad de ejercer su voluntad sobre los poderes Ejecutivo y Judicial, sino que iba mucho más allá. Claro, era el órgano encargado de ratificar las leyes que se votaban en comicios, también tenía jurisdicción sobre la política exterior y tampoco estaba mal que los senadores aconsejaran a los jueces, así como que velasen por las finanzas del pueblo. Su “trabajo” llegaba incluso hasta a la religión.
La noble institución del Senado evolucionó a partir de la Revolución Francesa y a los principios de justicia que buscaban la prosperidad de los ciudadanos, se les sumó la noción de igualdad, por lo que los ancianos más capaces tuvieron la oportunidad de elegidos como representantes del pueblo.
En apenas once líneas resumimos la evolución del Senado. Por estas latitudes, sin embargo, poco o nada queda de esa loable iniciativa primigenia más que la palabra “honorable”, que hoy la ciudadanía utiliza como burla hacia sus representantes, los “senex rattus”, o sea los actuales “sena-ratas”.
Por algo la ciudadanía rebautizó de esa manera al Senado. No es casualidad, por ejemplo, que el vocablo “ratero” sindique al que roba y proviene precisamente del bajo latín rattus.
El sentir de los pseudorrepresentados es que el Senado de hoy más semeja a una cueva de ladrones amparado en leyes torcidas a su conveniencia que a una institución respetable.
Los senadores viven en las nubes. En algún momento se les subieron los humos a la cabeza y sin el menor descaro mocionan intereses personales por sobre los generales. Operan para sí y forman alianzas por conveniencias egoístas, no por el deber que les confiere el cargo.
Creen que son los que ordenan y se olvidan que solo son empleados públicos que cobran dinero de los ciudadanos para ejercer funciones que lleven al bienestar de la población, no al de un partido, no al de un clan, no a la de una familia, no al de un negocio.
Atrevido, impertinente, osado, amoral, desubicado y ladrón son algunos de los calificativos que pintan el accionar de los que protegen a los rattus norvegicus, o sea las ratas de alcantarilla, que abusan de la honorablidad de antaño y se esconden entre curules.
Debería haber un mecanismo por el cual los senadores dejen de creerse dioses del Olimpo y regresen la realidad. Solo son humanos ambiciosos con gran poder de oratoria que ya no convencen a nadie. Deben abandonar la cueva y dejar el sitio a verdaderos senex que se ocupen de velar por el bien general, de los desfavorecidos, de los vulnerables, no solo hacer tratos para beneficiar a quienes los votaron.