Por Mario Ramos-Reyes
Filósofo político
La patria no se lleva en la planta de los zapatos ahijado. Esto me dijo, hace añares, el profesor Adriano Irala Burgos la última vez que me despidió. Iba, en aquel entonces, a un viaje de estudios a Estados Unidos. Era una expresión, agregó, de Danton, el revolucionario francés. Nuestra vida está hecha de afectos, no de cosas, terminó diciendo.
Al principio, me pareció apenas una mera opinión piadosa. Más tarde, me di cuenta, de su profundo significado.
Los seres humanos no solo somos más que meros objetos, sino que transformamos a estos en valores. De ahí, creo, que la gran lucha cultural en el mundo actual es la defensa de la significación del lenguaje de las cosas. Fíjese cómo, en este contexto, nuestra época no digiere el significado de algunas expresiones. Y eso ocurre, independientemente de que se viva en Nueva York, París o Asunción. Para el caso da lo mismo. Me refiero a que hay cosas sagradas. Lo sagrado no se usa, se venera. Por ejemplo, el concepto de patria. Más que ser un “objeto”, la patria y sus símbolos, son valores sagrados.
El lector avezado e inteligente, por supuesto, protestará diciendo que es una exageración. Que no es tan así. Disiento. Es que ni la vida misma es hoy percibida como sagrada ¿O acaso no se pretende que el aborto sea un derecho? ¿Cómo hablar de la sacralidad de ciertas realidades, valores conceptos, entonces? Es eso, precisamente, lo que se leía en ciertos medios y en las redes sociales recientemente: la desacralización de los símbolos.
La justificación de la quema de la bandera en el Panteón de los Héroes pues no tenía nada de sagrado. Que no era más que un “trapo” y, que además, el sentido de patria tampoco representaba nada, pues, esa patria estaba llena de “corruptos.” Y, así, se concluía preguntándose retóricamente, ¿acaso no existe el derecho a la libre expresión, después de todo?
Sobre “trapos”
Existe una verdad sencilla, la de que las personas, cada uno de nosotros, existimos relacionándonos con el mundo, con las cosas. Ellas, las cosas, no existen ahí, frías, impasibles, sino en cuanto le damos un significado. Valen para nosotros. Un valor negativo o positivo, pero, nunca indiferente. No hay un divorcio entre nuestro yo y la realidad. Somos seres de relación. Suponer que las cosas no son más que puros objetos, que no nos afectan, es una ilusión. Es el delirio del materialismo de ciertos cientificistas que, también, miran al ser humano como pura carne viva.
Si ellos se consideran mero mecanismo fisicoquímico, entonces, los objetos son también eso, mera colección de átomos. El mundo se convierte así en mero “espacio” en donde, por pura casualidad, los objetos interactúan –nosotros entre ellos– hasta que la evolución diga basta. Claro, entonces una bandera es un “trapo”. O el amor a los hijos es mera descarga neuronal. O la amistad, es una reacción de partículas que genera una predeterminada sintonía “química” entre dos o más cuerpos. Somos un amasijo de partículas y átomos “atados” por la casualidad de un universo fortuito. Que nos ha dejado huérfanos cósmicos de yapa.
Sobre la patria
Cuentan que una mañana fría, el hermano de Franz Schubert, encontró unas hojas de papel y se decidió a usarlas para alimentar el fuego en aquella Viena helada del siglo dieciocho. A último momento, se percató que iba a quemar la Sinfonía Inacabada de su hermano. Las partituras son simples hojas de papel, sirven para avivar el fuego, pero eso no agota toda su realidad. Esa “materialidad” es solo el punto de partida para la creación de una obra de arte. Para Schubert y para aquellos con talento, la de recrear una sinfonía. Eso es ser persona. Ese es nuestro nivel como seres humanos. Elevarnos por encima de la materia, de la pura biología. Ser creadores de símbolos vinculantes, afectivos. Si reducimos la bandera a un trapo y no un objeto creativo, nos ponemos al nivel instintivo, material. Nos deshumanizamos. Nos convertimos en cosas. Por eso la bandera y la patria son sagradas.
Esto asustará a más de un moralista. ¿Sagrada? ¿Cómo se atreve a decir que algo formado por corruptos es sagrado? Los seres humanos, insisto, nacemos vinculados a una madre, familia, en un lugar. Ese lugar, hace que nos relacionemos, afectuosamente, con valores. Eso es la patria. No es una cosa, es una realidad que nos envuelve. Uno ama a su madre como ama a su patria, independientemente de los defectos de las mismas. Ordenamos nuestros instintos hacia esa realidad que, más allá de las limitaciones físicas o morales, encarnan un valor. No es solo un pedazo de tierra. La patria es esa realidad aglutinante nacida de ideales, de seres humanos que se comprometieron más allá de lo material... Repase el lector la historia humana y verá que no existe una sola patria que haya sido fundada en la perfección moral de nadie.
Sobre la libre expresión
Y así, lo válido para una comunidad política, son los ideales. Me refiero a esos principios que han sido fruto de un encuentro ciudadano, con convicciones firmes, que vivieron más allá de la mera materialidad, del trapo, del territorio que podría ser grande o pequeño. E, inclusive, de la misma ley.
La patria es una creación de gestos, símbolos, familia, que dan vida y sentido a una nación. Para los desafectos y los materialistas, para aquellos que sostienen que la bandera, o el himno o cualquier otro símbolo, no los representan, sin embargo, está todavía la ley, el pacto constitucional, el derecho. Este podrá ser aséptico, frío. Pero es un pacto social que genera un Estado que, a su vez, administra ese pedazo de tierra y ciudadanos, que dio lugar a la realidad de patria.
Pero, he aquí un contrasentido. Las libertades que ese pacto garantiza, paradójicamente, el derecho a sentirse alienado de ese estado, de esa comunidad política. Y de quemar si se quiere, sus símbolos. Y de llamarles “trapos”. Pero ese orden social, donde los ciudadanos se rigen por lo permisivo legal, poco a poco erosionará su propia autoridad, deglutirá su origen y fundamento. No cualquier conducta permitida por la ley es propiamente derecho con calidad ética. Así como el matrimonio debe ser, creo, más que contrato, una comunidad política que se reduzca a un mero pacto legal, sin ningún contenido sagrado, entra en una lenta, pero segura decadencia. El derecho no solo se debe obedecer, sino reverenciar, venerar.
La vida política no se reduce a la interacción de meros objetos. Hoy, numerosos grupos políticos, superficiales, piensan que podrán construir sin afectos, sin el horizonte de los símbolos, todo fruto de un globalismo sin patria ni banderas. La verdad dicha por Adriano es firme: la patria no está en la suela. La patria es un ámbito de encuentros, y desencuentros, una realidad de valor sagrado que, como todo lo humano, da sentido al destino de la realidad política. Quemar la bandera de la patria es como quemar la foto, desteñida, de la propia madre. Una república solo crece, por eso mismo, con la memoria de una maternidad común, no con una imposición ideológica desamorada y matricida.