Por Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
Es la improvisación la que está arrastrando al país hacia su destino de caos. Esta confusión y desorden es la natural expresión de la ineficiencia, la que, a su vez, aunque suene pleonástico, es engendrada por la ineptitud. La oscuridad amenaza ahora desde varios frentes. Ya no se trata solo de la pandemia ni de la catástrofe económica que está aplastando a todos los sectores sociales. Ahora hay que agregarle el estado de zozobra en que está sometida la seguridad a nivel nacional. Y eso que, es pertinente la aclaración, el ministro del Interior es un baqueano de su territorio. Pero cuando las tareas son conjuntas la única claridad termina por opacarse.
En este país nadie rechaza un cargo. Aunque no tenga la más elemental preparación para ocuparlo. La responsabilidad, en estos casos, corre por doble carril: la ausencia de criterios del que lo ofrece y la falta de integridad de quien lo acepta. La carga, finalmente, recae sobre los hombros de la sociedad. El Presidente, en caso de que sea algún ministro, secretario o director de ente, no lo cambia porque es dócil a sus antojos y el afectado no renuncia porque ni se percata de sus nulos o desastrosos resultados, puesto que ni siquiera conoce cuál es su papel.
No es la primera vez que nos enfocamos en este tema y, probablemente, no será la última por la empecinada mala práctica de elegir a personas no aptas en lugares claves para el desarrollo social, económico y cultural de nuestro país. No creo que el infortunio se haya enamorado del Paraguay; más bien considero que los ineptos se encapricharon con él para sus despropósitos y manifiestas terquedades, ya que sabiendo que están haciendo mal, se mantienen impasibles en sus errores. No es el infortunio, somos nosotros lo que toleramos la vigencia de la dictadura de la tozudez. En una democracia, nadie resiste por mucho tiempo la presión de la ciudadanía organizada.
No haremos un repaso de los ministerios del Ejecutivo que no funcionan. No solo por tedioso sino porque la gente siente el impacto de la mala gestión. Asumo la certeza de que tiene a flor de labios las instituciones del Estado que están desorientadas de sus visiones y no aciertan en sus fines. Despilfarran recursos para ningún logro. Aún así, siguen en sus puestos sin la capacidad de la autocrítica, por un lado, y sin la integridad para la renuncia, por el otro. En ese juego doble de engaños, el país se despeña hacia sus más deplorables índices en todo cuanto puede ser medido.
Lo que sí voy a repetir es que la idoneidad tan exigida y tan poco practicada no se agota en la competencia, en el saber hacer. Es el necesario punto de partida, pero no es su único componente. Ya me referí varias veces a esta problemática, pero, a veces, la repetición ayuda a fijar el aprendizaje significativo, aquello que dura para toda la vida. Parámetro útil, además para evaluar la gestión de las autoridades y sopesar las propias cualidades al momento de aceptar o no un cargo.
Tres, dijimos siempre, son los pilares sobre los cuales se sostiene la idoneidad. El segundo soporte que acompaña a la competencia es la autonomía moral. Probablemente este sea el punto más difícil de cumplir, sobre todo, considerando que es menos conflictivo aceptar las imposiciones, que imponer el propio carácter. El funcionario en rango de dependencia termina por ceder su condición de ser racional para aplicar objetivamente sus criterios morales, independientes de influencias externas. Justamente, esa autonomía moral, como apoyo del saber hacer, es la que fundamenta la idoneidad de resistir el nombramiento de una persona no calificada para tal o cual función. Ni siquiera hacemos referencia a insinuaciones de corrupción en cualquiera de sus formas.
Redondeando: la autonomía moral no se reduce a la honestidad en el manejo de los recursos públicos, se manifiesta, principalmente, en no aceptar las designaciones por amiguismo, predilecciones políticas o pagos de favores. Algunos ejemplos patentes y patéticos rellenaron nuestro cuadro de desgracia la semana pasada.
Y el tercer pie que completa el trípode de la idoneidad es la responsabilidad por los resultados, en directa correspondencia con los dos pilares anteriores. La buena gestión solo será verificable con la competencia acompañada de la autonomía moral.
Una persona preparada para un cargo específico, pero sin autoridad y autonomía morales, difícilmente obtenga resultados satisfactorios. Lo mismo pasa si solo tiene condiciones morales, pero carece de competencia. En varios casos criollos, los malos resultados son el reflejo de la incompetencia y la corrupción, el combo perfecto (si cabe la expresión) en las antípodas de la idoneidad y sus elementos básicos de medición.
Este es el cuadro que hoy tenemos, agravado por la pandemia, que nos conduce, repetimos, hacia nuestro destino de caos.