POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com
Había mandado otra columna y vi el tema de la “Edición Blanca”, me acordé de un blog que nunca publiqué sobre mujeres que curan, en el universo de la mexicana Ángeles Mastretta, y pensé que me provocan el mismo nudo en la garganta, ese agradecimiento con emoción ahí, cuando me cruzo con uno de esos “ángeles de la ciencia”.
“Mal de amores” debe ser mi novela preferida de la Mastretta. Quizás porque la ambientó en su propia ciudad: Puebla, pero en plena Revolución Mexicana, y dibujó a uno de los personajes femeninos más entrañablemente fuertes: el terremoto de Emilia Sauri. Primero se enamora del inquieto y luego del calmadito, vive oscilando entre ambos amores, mientras recorre un país en plena revolución atrás de uno para volver a los brazos de otro y, luego, otra vez, a los del otro. Es Emilia la que siempre elige, es ella la que no se queda en un lugar. Y si esto fuera un pasteloso bestseller romántico, esa sería toda la historia. Porque, en una novela rosa, ¿qué más culebrón puede pedir una mujer que el de debatirse entre el amor a un hombre que no sabe quedarse quieto y el abrazo calmo de uno que “la quiere bien”?
Pero esto es Ángeles Mastretta, así que Emilia tiene un tercer amor, uno que en el orden de prioridades será su principal: la medicina. En un momento y en un lugar donde ser médica era algo a lo cual solo se había atrevido “una gringa, Elizabeth Blackwell, en 1847, al ser la primera médica egresada del Geneve College of Medicine de New York”, Emilia Sauri aprende todo lo que puede y de lo tradicional y lo ancestral: primero, observando, en la botica de su padre, tan enamorado de los avances de la ciencia como de las hierbas curadoras que encontraba en la selva.
Luego en la, práctica, atendiendo a cuanto paciente su país en guerra le traía. Y finalmente, en la teoría más avanzada de la época, con un médico “gringo”, en San Antonio, Texas, acompañando en la huida a su marido, y hasta en las barracas de un tren revolucionario, donde la desesperación y la falta de medicamentos le dejaron oír la voz de una vieja “bruja” que, sin saberlo, practicaba la acupuntura.
Emilia conjuga todo el saber de estos mundos en un solo cuerpo para convertirse en una médica con todas las letras, alguien para quien sanar el dolor ajeno era su razón de vivir. Cuando su hija Catalina enfermó gravemente, la autora se sentó a su lado en la camita del hospital, y de uno a uno, fue conjurando viejas historias familiares, eso se convirtió en la maravillita de “Mujeres de ojos grandes”, historias que le susurró a la niña pero también a sí misma para sacar fuerza de ellas; pensando que las historias de sus “tías”, mujeres que desafiaron la vida y la muerte, la enfermedad, las convenciones, para seguir viviendo, podían infundirle vida a su niña.
Y les rinde un pequeño pero conmovedor homenaje en el penúltimo cuento de ese precioso librito: “El marido de tía Jose dio las gracias a los médicos, los médicos dieron gracias a los adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin decir una palabra. Sólo ella sabía a quiénes agradecer la vida de su hija. Sólo ella supo siempre que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto, como la escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos grandes”.