Por Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
La pandemia solo vino a profundizar la crisis de liderazgo de este gobierno. De tercas improvisaciones. De poca o nula claridad para construir políticas de Estado, aquellas que tengan la fuerza institucional de sobrevivir al presente período presidencial, por su condición necesaria. Necesaria porque responden a las expectativas y demandas ciudadanas. Y por cuyos resultados la gente se sienta satisfecha. Sin embargo, los meses finales del 2018 y todo el recorrido del 2019 no tuvieron el crecimiento económico favorable de los últimos años. Todo ese tiempo fue más que prudente y suficiente para analizar la capacidad creativa y de realización de las personas que integran el círculo de los cargos de confianza del presidente de la República. Pero no, prefirió lanzar manotazos ciegos contra cualquier crítica para justificar la inoperancia de sus propios colaboradores.
Estas debilidades hoy subrayadas ya las apuntamos en artículos anteriores, mucho antes de la irremediable presencia del coronavirus. No somos leñadores del árbol caído. Hace meses que venimos marcando el tronco en sus deformaciones más pronunciadas. Esta crisis sanitaria mundial fue una bocanada de aire fresco para el Presidente. Llenó los pulmones de su destartalada credibilidad con una segunda oportunidad. El pueblo guardó bajo la almohada sus desaprobaciones por la raquítica gestión del Gobierno y se unió en solidaridad con las autoridades. Pero la corrupción tenía su agenda paralela y siguió lucrando con la desgracia de la población.
El coronavirus era un pretexto nuevo, y hasta en cierto grado comprensible, pero la precariedad intelectual se arrastra desde el primer día. Hubo esbozos de programas sociales que no arraigaron en hechos concretos. Un político serio y previsor llega al gobierno con una plataforma de enfoques múltiples a ser ejecutada de inmediato. De ser posible con un previo consenso. El poder no es para ensayos. Peor, con pésimos actores que no aprendieron su propio parlamento.
El discurso no puede dibujar una realidad inexistente. Por más que grite el mandatario, el ruido verbal no puede acallar el descontento popular. Se dedica a la autocomplacencia emocional anunciando que su gobierno hará más obras que todos los anteriores. Con estas declaraciones demuestra que ya avanzó a la siguiente fase de los enfermos del poder, enumeradas por Ernest Hemingway: “La convicción de que nada se había hecho bien hasta que él llegó al poder”.
La democracia, más que un sistema de gobierno, es una actitud ante la vida. Y una forma de vivir. El constante ejercicio de la autocrítica es un requisito indispensable. La soberbia es su mayor veneno. No se trata solamente de aceptar, aunque a regañadientes, las normas del Estado de Derecho. Es más que eso, es una cuestión de relacionamiento con los demás. Y en ese relacionamiento, el jefe de Estado sustituye las ideas por la agresión. Se exalta y se descontrola, como si fueran épocas electorales, con discursos políticamente mal aconsejados. Agrieta y debilita su propia estabilidad. La edulcorada adulonería termina afectando irremediablemente el sentido de la vista. Y se gobierna tanteando el siguiente paso. Sin timón. Sin brújula. Sin rumbo. Y sin un puerto donde atracar.
El Presidente se empecina en mantener a los improductivos y a los emparentados con la corrupción. La amistad, en estos casos, se constituye en complicidad. La única amistad indestructible debe ser con la verdad. Sigue esgrimiendo la frágil teoría de que él no es la justicia, que ya lo sabemos, para evitar podar lo torcido dentro del Ejecutivo. Es, en realidad, su escudo para la impunidad de sus protegidos. Por eso sigue sosteniendo en el cargo a uno de sus ministros privilegiados, sin idoneidad, documentadamente comprobado que está ligado al desvío de recursos públicos. Por eso no aparecen los rostros de los responsables de la corrupción en el Ministerio de Salud. Por eso las denuncias de licitaciones orientadas o amañadas y las sobrefacturaciones fueron evaporándose en la nada. Por eso nadie fue destituido.
La corrupción se alimenta de la impunidad. Nada nuevo. Mas siempre es pedagógico recordarlo. Si el presidente de la República prefiere ignorar las denuncias contra funcionarios de alto rango, los de abajo, los que no tienen convicciones morales, pierden el temor al castigo y reproducen las deleznables prácticas.
Varios años atrás, el publicista y político uruguayo Walter Nessi había definido lo que ocurre en regímenes como el nuestro donde no existe la posibilidad de la reelección: “El Presidente que no hizo lo que prometió en la primera mitad de su mandato, jamás lo hará en la segunda, porque hasta sus hombres más cercanos estarán buscando el siguiente carro al cual subirse”. A dos años de su mandato queda claro que esa parte de la historia no le enseñaron al señor Abdo Benítez. Esa es la primera lección que debió aprender.