Por Eduardo “Pipó” Dios

Columnista

En la época del colegio era común algo que hoy se considera bullying, que consistía en perseguir a los chicos más chicos del colegio y sacarles parte o toda su merienda.

No sé si hoy a nivel de colegio, con todos los controles que hay, se seguirá haciendo, pero alguno se habrá aprovechado de los más chicos.

Donde sí hay y en escala nacional es en el gobierno de la gente, su ministro favorito, el nunca bien ponderado Rodolfito Friedmann. Si bien no pasó de la primaria, con mucho esfuerzo, de los directores, no suyo, para dibujarle algunas notas, aprendió bien eso de quedarse con la merienda ajena.

Y lo aprendió tan bien, que ya de gobernador, cargo al que llegó por obra y magia del dinero de su padre y la generosidad de los sufridos guaireños, se dedicó a quedarse con la merienda de miles de chicos de escasos recursos de su departamento y de otros más. Creó un mecanismo para sobrefacturar y quedarse con la parte del león. Se habla de márgenes de utilidad de más del 50%, o sea de cada dos meriendas que pagaban con los recursos del Estado, o sea, suyos, míos y, sobre todo, de esos pobres niños malnutridos, una se quedaba en el bolsillo del, hasta esta noche al menos, ministrete semianalfabeto.

“Lo mío es mío y no se toca, aunque se caiga el mundo…”, sentencia Rodolfo en un mensaje de audio, de los muchos, en el que indicaba a sus testaferros cómo manejar el negociado, sin ruborizarse. Lo tuyo no era tuyo, era para que esos pobres chicos hambreados por años de gentuza como vos en los cargos tuvieran algo que llevarse a la boca. Ni para relojes de miles de dólares, viajes de placer y shopping, o alguna camioneta de alta gama.

Rodolfo hizo de aquel bullying colegial una industria, una mafia de meriendas escolares, una mafia del hambre, cuyos efectos perseguirán a esos chicos toda su vida, con problemas de desarrollo, crecimiento y demás, para que a la hora de votar no tenga la capacidad de elegir entre alguien decente o más Rodolfos.

Claro, en el colegio siempre quedaba el recurso de ir a quejarse a algún director, profesor o celador del patio. Acá el director, el presidente de la República, mira impávido el bullying que le hace su ministro y amigo, impávido, sin reacción y hasta con un guiño de complicidad patético, que no hace más que seguir desmoronando la casi nula credibilidad de un gobierno desastroso.

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