Por Emilio Daniel Agüero Esgaib
En el artículo anterior, vimos que mirar las circunstancias más que a las promesas de Dios nos puede quitar la fe. En esta entrega, quiero citar otros motivos por los que la gente deja de creer.
Por confiar en nuestras fuerzas y no en la de Dios. Cuando en el libro de Éxodo se nos cuenta el llamado de Moisés por Dios para librar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, vemos cómo Moisés cometió el error de mirar sus fuerzas y capacidad. En cuatro ocasiones se justificó ante Dios y dudó que Dios podría usarlo. La historia está en Éxodo 3 y 4. Dijo en el verso 11: “¿Quién soy yo para que vaya al Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?”. En el capítulo 4.1 dice: “He aquí ellos no me creerán”. En el 4.11 dice: “Ay Señor, nunca he sido hombre de fácil palabra… porque soy tardo de habla y torpe de lengua”, y en el verso 13 insiste: “Envía, te ruego, a otro”. Las circunstancias tapaban los oídos de Moisés para no escuchar en todas las ocasiones que Dios estaría con él y que Él mismo era el que lo encomendaba a esa misión.
Otro caso conocido en las escrituras es el llamado del profeta Jeremías, que se consideró muy joven para hacer lo que Dios le mandó hacer y, por su corta edad, dudó del llamado. Pero Dios le enseñó a hablar en Jeremías 1.7-8, y le expresó: “Y me dijo Jehová: No digas: soy joven; porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová”.
Otro motivo muy común por el cual se deja de creer es por no nutrirse a través de la meditación en la Palabra de Dios. Romanos 10.17 dice: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios”. La Biblia es nuestro alimento espiritual. Es, a la vez, leche materna para el recién nacido y alimento sólido para el maduro en la fe. Es la fuente básica e inagotable de alimento espiritual y la fe. El estudio, la meditación, la memorización de sus palabras, el recitarlas o proclamarlas, el llenar nuestra mente y emociones de ella no solo denota que hemos nacido espiritualmente sino que estamos creciendo. El que no necesita de la Palabra de Dios ni la valora, demuestra que está muerto espiritualmente y que necesita de la salvación, ya que solo un ser vivo necesita alimentos; el que está muerto, no. De lo que te alimentas determinará tu nivel espiritual.
Otro motivo es por la disminución en la comunión con Dios: la oración. Esta nos sintoniza con Dios y nos une a Él en el espíritu. De una manera poderosa, empezamos a relacionarnos con Él y, cuando tenemos como hábito la oración, tendremos un mayor discernimiento espiritual y, de cierta forma, estaremos entendiendo, no precisamente todo lo que Él haga, sino más bien la confianza en lo que Él hace, aun cuando lo que hace sea algo que no entendamos.
Mi experiencia también es que, cuando nos desenfocamos de Dios y nos desviamos de sus propósitos y hacemos lo que creemos que tenemos que hacer, entramos en un activismo que nos desgasta, nos desanima y provoca un gran vacío; y una vez cansados por nuestra decepción y estado anímico, dejamos de creer en lo que Dios puede hacer en nuestras vidas.
Las promesas que se retardan o la esperanza que se prolonga también hace que nuestra fe decaiga. Dios prometió a Abraham un hijo, y él ya era viejo. Cuando Abraham pensaba que tal vez el cumplimiento sería inmediato, Dios tardó 25 años. Ese tiempo fue mucho para él, por lo que tomó las riendas de la situación y tuvo un hijo con otra mujer que no era su esposa. La espera desgasta la esperanza, pero Dios dijo que Él no se tarda en responder. La espera produce paciencia y la paciencia logra la obra completa (Santiago 1.3-4).