Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Todo poder se traduce en cambios en el carácter y la conducta del hombre. Casi siempre. Aunque desde la perspectiva de algunas opiniones sicológicas solo es un facilitador para sacar a la superficie la naturaleza oculta de esa persona. En sus misteriosos intersticios se han entramado los más diversos análisis y conjeturas. En uno de esos carriles, ciertos expertos han desmitificado la afirmación de Henry Kissinger de que es “el mayor afrodisiaco”, pero no pueden negar que añade atractivo a quien lo detenta, sin importar su apariencia física. Lo absolutamente irrefutable para todos es que apura el proceso de arrugas y canas.

Algunos pocos tuvieron el poder sin buscarlo, casi como un propósito de las circunstancias, para otros, en cambio, es una verdadera obsesión. Un artículo olvidado de un extraordinario escritor lo define como una enfermedad. Uno de los primeros síntomas de esa enfermedad se manifiesta en “una gran quisquillosidad en el tratamiento de todos los asuntos”, seguido de “la incapacidad de recibir críticas” de parte de la máxima autoridad de un Estado.

El que hace la enumeración de estas fases, hasta llegar al delirio mesiánico, es Ernest Hemingway en un artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires, el 5 de enero de 1935. El autor de “Por quién doblan las campanas”, “El viejo y el mar” y “París era una fiesta” se desempeñaba, por entonces, como corresponsal de prensa en Europa y atribuye esta teoría a su colega del Manchester Guardian, Bill Ryall.

Pude rastrear el artículo de Hemingway, “La enfermedad del poder”, mediante un libro del neurólogo y periodista argentino, Nelson Castro, titulado “Enfermos de poder”, aunque con un enfoque diferente, puesto que en su obra hace un recuento de presidentes que fueron afectados gravemente en su salud e, incluso, fallecieron durante su mandato.

El viejo trabajo de Hemingway es hoy relevante por los reclamos recientes al presidente de la República no solo del lado de la oposición sino de dirigentes de su propio partido, y dentro del partido, de su propio movimiento político. Y por las respuestas del jefe de Estado que se enmarcan dentro de lo que el escritor pone en boca de su amigo y compañero.

En los últimos meses, incluso antes de la pandemia, el Presidente se alteraba fácilmente ante cualquier atisbo de crítica, aun la más intrascendente. No dejaba guante sin recoger. Que en la práctica debe leerse como una recurrente resistencia para no aceptarla, aunque fundamentos racionalmente explicados justifiquen los cuestionamientos. Se encierra en sí mismo y deambula desorientado en su propia trampa de Dédalo.

Las objeciones enfocadas en algunos funcionarios del Poder Ejecutivo son voces coincidentes de diferentes sectores de la sociedad, incluyendo los medios de comunicación. Y desde las distintas asociaciones políticas representadas en el Congreso de la Nación. Los resultados que valora el presidente de la República no los ve nadie más. Antes bien, existe un balance altamente negativo de varias instituciones del Gobierno que es la expresión lógica de la incompetencia. Simplificando: es lo contrario al saber hacer.

Desconocemos las razones reales de los duros ataques –porque de eso se trata– del senador colorado Enrique Bacchetta, hasta hace días nomás uno de los más fieles aliados del señor Abdo Benítez. Más allá de las motivaciones, sus críticas confirman la desnudez de rey. La descripción que hace de “su amigo” revela que Hemingway-Ryall tenían razón: “Se calla, no me contesta, siento su enojo”. La enfermedad del absolutismo.

El mandatario se defiende en público apelando al recurso de que los censurados gozan de su confianza. La confianza es esencial para los cargos que se definen con esa palabra. Pero no es suficiente si sus protagonistas carecen de solvencia intelectual y armadura moral. Los pocos justificadores del ministro de Salud parecen sus enemigos: Es bueno como médico, pero mal administrador.

Otra falacia en la que se escuda el Presidente es que los casos de corrupción quedan exclusivamente en el campo de la Justicia. Es el Ejecutivo, a través de sus órganos de control, el que debe desterrar de cuajo el latrocinio. Con voluntad política, es fácil detectar si hubo robo al Tesoro. Incluso, existen drásticas medidas administrativas como conclusión de un sumario. Solo después, en lo civil y/o en lo penal, se determinarán los grados de responsabilidad y sanciones a los acusados.

Por eso, de tanto en tanto, hay que recordar que, si bien es facultad exclusiva de cualquier presidente nombrar a sus colaboradores, esa facultad conlleva una carga de responsabilidad por la que deberá responder. Ante la sociedad, ante la historia y, a veces, ante la justicia.

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