Por Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
Se gobierna con apoyo ciudadano o con el poder de la fuerza. Esta disyuntiva simplifica la díada democracia-autoritarismo. Naturalmente, ambas formulaciones se ramifican en un sinnúmero de matices que se definen por sus líneas ideológicas, tal como meticulosamente fue enseñándonos la historia de las ideas políticas. Filtraciones peligrosas para la libertad suelen resultar la demagogia seductora y el fanatismo neurótico que también convocan multitudes, pero terminan siempre, como mínimo, en frustraciones. O en tragedias para la humanidad.
La razón práctica es útil no solo como guía de nuestras propias acciones sobre una realidad previamente bien aprendida, sino también porque, por ese mismo camino, nos abre la perspectiva de evaluar la conducta de los demás. Es, pues, la vía menos complicada para entender si el régimen que nos gobierna es coherente con los principios que son inherentes al sistema.
La democracia es el lugar de mayor cristalización de las libertades –sobre todo para reclamar sus restricciones–, pero esas libertades serán cascarones de enunciados sin la posibilidad socioeconómica para ejercerlas. La libertad es una mera ilusión si un niño aún muere por falta de atención médica o a causa de enfermedades que pueden ser prevenidas. Nadie impedirá que un joven pobre ingrese a la más competitiva de las universidades; sin embargo, su libertad para ser alguien sobresaliente en la vida quedará limitada por la ausencia de recursos. Nunca faltan las excepciones que algunos dueños del capital y sus publicistas nos ponen como repetidos ejemplos. La democracia, hace rato, superó su concepción clásica que se agota en lo político, para avanzar sobre lo social y económico.
De nuestro pueblo se ha abusado en su ignorancia –víctima de la falta de información y la desinformación– y en su mansedumbre. Aplastado por autoritarismos recurrentes, le cuesta construir una tradición movilizadora. Un poder excluyente y de círculos arrinconó a la población en los límites de la indiferencia, producto, tal vez, de sucesivas decepciones. Se percibe una marcada repulsa hacia la clase política, pero no se manifiestan intenciones de participar políticamente, que es la única forma de transformar nuestro entorno.
El Gobierno –este Gobierno– no siente como una amenaza el hartazgo ciudadano, porque no está expresado en masivas movilizaciones callejeras, que constituyen reales acciones políticas, y continúa indolente administrando el Estado, a través de sus órganos, sobre el trípode de la improvisación, ineptitud y el desvío impune de los fondos del Tesoro. ¿Que somos reiterativos? Es cierto, pero la repetición es la mejor vitamina contra el déficit de memoria,
La información hoy invade todos nuestros espacios. Nos da la opción de verificar otras realidades. Estamos muy lejos de China, que asombró al mundo al construir un hospital para tratar a los pacientes del covid-19 en apenas diez días. Pero deberíamos estar muy cerca de El Salvador, cuyo presidente, Nayib Bukele, acaba de inaugurar un complejo médico que en su primera fase cuenta con 400 camas para cuidados intensivos, seis generadores de energía eléctrica y su propio pozo de agua, con un costo de 25 millones de dólares. Al concluir la tercera fase, en agosto, la inversión ascenderá a 75 millones de dólares y habrá 1.000 unidades de terapia intensidad.
Entonces, naturalmente, la gente hace comparaciones. Piensa que con parte de esos 1.600 millones de dólares prestados para amortiguar el impacto del coronavirus pudimos al menos construir un hospital igual o mejor. Que no sea desmontable. Que contribuya a aliviar nuestro penoso sistema sanitario. Y, sin embargo, la pandemia, para algunos funcionarios y empresarios, solo fue una mascarilla para seguir robando.
El presidente de la República suele repetir que esta situación “sacó lo mejor de nuestro pueblo”. Tenemos que lamentar, en contrapartida, que lo peor está por venir. Las estimaciones globales son alarmantes. Nuestras autoridades dan la impresión de que están atrapados en el limbo. Sin capacidad de anticiparse a las devastadoras olas que se ciernen sobre nuestra empobrecida economía.
La gente hace tiempo está desilusionada del “gobierno de la gente”. La realidad, implacable, golpea nuestras puertas. Sin el apoyo popular, ningún gobierno puede durar, salvo que apele a la fuerza. Y la democracia, en nuestro país, con todas sus fragilidades socioeconómicas, ya tiene estatus de ciudadanía.