- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Dos frases antinómicas recorren la trayectoria de esta pandemia del siglo XXI: la urgencia de volver a la normalidad, por un lado, y la predicción de que después de esta crisis ya nada será igual, por el otro. No obstante, en la primera expresión no hay que buscar un significado profundo, sino la sencillez de lo cotidiano, como caminar libremente por las calles, trabajar, compartir una ronda de cerveza o disputar un amistoso “a muerte” en la cancha del vecindario. Pero sí en la segunda, pues este período de encierro fue, también, de mirada escrutadora hacia los vicios del poder que contaminaron nuestro lugar de convivencia. Es razonable, entonces, la esperanza de un despertar crítico de ese sueño profundo habitado por dos pesadillas gemelas que encostraron nuestro tejido social: la corrupción y la impunidad. En este contexto, la dicotomía planteada deviene aparente.
Un análisis más agudo desnuda una contradicción irreconciliable. Más allá de la comprensible necesidad de recuperar los hábitos sociales rutinarios, como persona y familia, ya no podemos seguir tolerando como normales los impúdicos atracos al tesoro público, los crímenes sin castigo, las desigualdades provocadas por estructuras injustas, la educación de los privilegios y la salud de calidad para unos pocos.
Digo que aceptamos como normal la corrupción por nuestra incapacidad de convertir la rabia en una conciencia movilizadora. La condenamos desde la comodidad de nuestras casas y alentamos por las redes para que otros salgan a las calles. A eso debemos añadir la indignación selectiva de algunos dirigentes políticos, gremiales, medios de comunicación y parte de la sociedad que juzgan según sus simpatías o inclinaciones cromáticas. Mientras no nos sacudamos de estas endémicas lacras, la lucha contra la corrupción solo será episódica y no sistémica, ecuación inversa a las características de este flagelo que sacude por igual al sector público y privado, aunque la carga de responsabilidad siempre será mayor sobre el primero. No por eso hay que ignorar la complicidad del segundo.
Cierto es que las obviedades no requieren explicaciones, pero, quizás, en este punto haga falta una precisión final. Durante el ataque del coronavirus, nuestras vidas y relaciones cambiaron abruptamente. Nos pidieron aislarnos para preservar la vida. Y lo hicimos. La economía de la clase media y de pequeños empresarios entró en estado de colapso. Miles de trabajadores quedaron sin empleo. Los grupos vulnerables sobreviven mediante la solidaridad de las ollas populares. La única que siguió su curso constante fue la corrupción. Durante la pandemia es más descarada aún. Se apodera de los recursos para enfrentar la crisis sanitaria, con protagonistas que agotaron el repertorio de la adjetivación negativa o descalificadora.
La anormalidad sigue siendo lo normal por la ausencia de un liderazgo político firme. Ante ese vacío de autoridad solo queda el recurso de las movilizaciones ciudadanas. Plantado sobre arenas movedizas a causa de repetidos escándalos, el Gobierno sigue sumando descréditos que atentan contra su propia estabilidad.
No podemos regresar a la normalidad, avisa la periodista y escritora Naomi Klein, porque la normalidad era una inmensa crisis. Una de nuestras más fuertes crisis como sociedad es la de valores. De ahí que la corrupción no atiza reacciones masivas. Movilizaciones que hagan tambalear gobiernos o forzarlos a encarrilarse dentro de la moral, la trasparencia y la gestión productiva. Mientras eso no ocurra, las manifestaciones seguirán siendo simplemente testimoniales. La sinceridad no daña, nos hace más fuertes.
Vamos a volver, seguramente, a esa vida cotidiana por la que hoy reclamamos. Pero nuestra condena a la corrupción no debe quedar en las pantallas o en los papeles. A esta otra normalidad ya no podemos volver.