POR ANÍBAL SAUCEDO RODAS

Periodista, docente y político

Así como ocurrió en Chile, por culpa de los inadaptados de siempre, la extrema derecha intenta deslegiti­mar la multitudinaria movilización ciuda­dana en casi todo el territorio de los Estados Unidos. Busca responsables en sus opuestos: históricos: la extrema izquierda y los anar­quistas radicalizados, tratando de minimizar las razones reales de las manifestaciones. El presidente Donald Trump ha endurecido su lenguaje y las medidas de represión. Pero ni la amenaza de desplegar las fuerzas del ejér­cito persuadió a la gente para abandonar las calles. La opción militar fue rechazada por el Secretario de Defensa (jefe del Pentágono), Mark Esper, quien se opone a invocar el Acta de Insurrección. El toque de queda no fue barrera para que los jóvenes salieron a proclamar su protagonismo contra la repetida brutalidad policial.

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Las protestas no tienen un líder visible. Poseen la espontaneidad de las muchedumbres des­contentas. Movidas por una ideal común, la igualdad, y una causa compartida, la justicia.

Estados Unidos para el imaginario colectivo es la tierra de los sueños posibles. Pero es, también, el país del populismo xenófobo ali­mentado por algunos líderes políticos como el propio Trump y un sector no despreciable de la población blanca. Una nación donde la segregación fue eliminada en las leyes, pero no en la vida cotidiana. Por eso, grandes mar­cas, actores, actrices, deportistas, escritores, intelectuales y académicos, demócratas y republicanos condena­ron la “discriminación racial endémica” que en los últimos días supuró todas sus llagas.

Así como en Chile, el aumento del pasaje en los trenes subterráneos solo fue el factor desen­cadenante de los esta­llidos sociales que, en realidad, tienen como trasfondo una larga cadena de reivindica­ciones sociales denega­das, la muerte de George Floyd fue el disparador final de una política de confrontación permanente que instaló desde su asunción al cargo el actual presidente de los Estados Unidos.

Las declaraciones del candidato demócrata a la presidencia, Joe Biden, de luchar contra el racismo sistémico en caso de ser electo en noviembre, aunque las formulara de buena fe, siempre tendrán una connotación prose­litista. Pero esos mismos términos en boca de un republicano, como el ex mandatario George W. Bush adquieren otros simbolismos. Sobre todo, cuando hace un llamado para examinar “nuestros trágicos fracasos”.

El bombardeo sin pausas de informaciones es una invalorable herramienta para tener un conocimiento certero o aproximado sobre ciertos acontecimientos. Como, por ejemplo, que la pandemia del coronavirus provocó una tasa de mortalidad tres veces mayor en la población negra -por factores ambientales y económicos- y que el índice de desempleo es dos veces más alto en relación con la gente blanca. A eso debemos agregar la sistemática violencia policial en contra de las personas de color. Es decir, algo se venía agitando desde hace tiempo en las entrañas del monstruo, como alguna vez lo definiera el poeta y prócer cubano José Martí.

Igual que las marchas lideradas por Martin Luther King, negros y blancos volvieron a caminar juntos hacia ese horizonte de igual­dad tan esquivo. Estados Unidos sigue san­grando su antigua herida de segregación racial. Esta vez, la diferencia estuvo pintada en varias ciudades donde las fuerzas de seguridad acom­pañaron a los manifestantes.

En aquella nación multicultural y de gigan­tesco mosaico social, la interminable historia contra el racismo sigue su curso.­

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