En las últimas 48 horas en el centro de Buenos Aires algunos grupos de ciudadanas y ciudadanos argentinos se manifestaron –hicieron uso del derecho constitucional de “peticionar a las autoridades” y de la libertad de expresión de la que disponen como uno de los derechos humanos esenciales– para pedir que se ponga fin a los impedimentos para circular y trabajar libremente.
El encierro hace mella en todas y todos. No son pocas ni pocos los que categorizan la gestión gubernamental como una “infectocracia”. Incluso, ese neologismo –ingeniosa creación para interpelar a los líderes de la nada con más nada– es parte de una publicación rubricada por más de un centenar de intelectuales que, como muchas y muchos, reclaman poner fin al encierro. Un alto funcionario, luego de criticar a los que rompieron la cuarentena y a los que firmaron el documento mencionado por ejercer “cómodamente” el derecho a protestar fue más allá: “Queremos que se sepa que el coronavirus es democrático para infectarse, para expandirse, pero clasista cuando hay que contar los muertos” porque, argumentó, los fallecidos “en su gran mayoría son trabajadores de barrios populares” y, sugirió que así es más allá de las fronteras argentina porque “cuando vemos dónde están los muertos en Estados Unidos, Brasil y Europa vemos que están en barrios trabajadores y populares”. Sin comentarios.
El gobierno del presidente Alberto Fernández no encuentra la salida del “aislamiento social preventivo y obligatorio”, la pretensiosa forma oficial de llamar aquí –en el país de los eslóganes eufemísticos– a esta cuarentena que dejó de ser porque lleva 74 días y nada indica, en lo inmediato, que finalizará el 7 de junio próximo, como se anunció y como una buena parte del conjunto social lo desea. ¿Tiene sentido explicar que se extrañan los abrazos y los encuentros con los seres queridos, los amigos, las amigas? Seguramente, no. Pero, a la par de esas lejanías, también crecen las incertidumbres, las angustias y, sin dudas, las preocupaciones profundas por las nuevas carencias que se suponen transitorias y las de siempre que será preciso comenzar a resolver más allá de los discursos de campaña permanente que polucionan la gestión política, para que cada una de esas palabras salvíficas sirvan de paliativo y cambios reales para los sectores vulnerables.
El qué será de trabajos y salarios, en los casos de los que lo tienen formalmente; la duda sobre volver a vender alguna cosa en cada jornada en trenes, subtes, colectivos, en la vía pública de aquellos que así consiguen unos pesos para sobrevivir en la más absoluta informalidad; los interrogantes sobre la salud futura y la de hoy, por mencionar solo algunas de las nuevas incertidumbres que se incorporaron a las siempre inquietantes incertidumbres basales, como las categorizan desde la psicología. En los últimos días el epicentro de la pandemia en el orden local se localiza en el AMBA (Área Metropolitana Buenos Aires), territorio en el que se integran la capital argentina y los 19 municipios bonaerenses que la circundan. En ese megaespacio urbano donde se estima habitan cerca de 15 millones de personas, con enormes carencias y déficits ambientales de todo tipo, ha devenido en área crítica en el que los más y menos favorecidos por igual reclaman la apertura porque “ya no se aguanta el encierro”. La comunicación gubernamental tampoco está preparada para dar respuestas adecuadas y en línea con las angustias sociales que demanda la pandemia.
Daniel Prieto Castillo, un grande latinoamericano de la comunicación para el desarrollo en Latinoamérica, integrante del claustro docente de la Universidad Nacional de Cuyo, con sabiduría de vida, enfáticamente advertía que “la comunicación no es una política en sí misma. Antes de ella, tiene que haber políticas”.