La credibilidad es una condición irremplazable para liderar cualquier proceso. Presupone un prestigio alcanzado con lucidez intelectual, carácter y una dosis concentrada de moral. Cualidades que hacen posible esa correspondencia –tan esquiva– entre el decir y el hacer. Se necesita mucha agilidad mental para leer el momento y diseñar al futuro deseado. Habilidad que sobrepasa el límite de la rigidez de los números para adentrarse en las necesidades reales, emociones y reacciones de un pueblo que siente, como nunca, su condición de víctima de la desprotección social. Aunque tradicionalmente manso, no hay que desdeñar su impaciencia.

Esa credibilidad es la que permite construir la confianza. Ambas se articulan en una de las categorías de los valores duales. La transparencia, la coherencia, la honestidad y el conocimiento hacen transitable el trayecto del desarrollo sostenible con la contribución ciudadana.

Este Gobierno tuvo su primavera de credibilidad-confianza, durante las primeras semanas de la pandemia. La perniciosa cultura de la opacidad en las compras públicas resquebrajó esa unidad. Apelar a las emociones intentando desconectar la atención de hechos objetivamente demostrables ya no funcionó. El aparato propagandístico montado sobre ese neologismo que pomposamente se puso de moda, la posverdad, fracasó. La corrupción se filtró por toda la quilla del barco.

La credibilidad sostenida sobre la figura de dos ministros (el de Salud y el del Interior) siempre tuvo la etiqueta de credibilidad temporal, mientras duraban los efectos del coronavirus entre nosotros, porque, más allá de las críticas presentes y futuras, en la primera fase de esta crisis se ganaron el reconocimiento ciudadano. Fueron el orden en medio de la confusión. En ese período, la capacidad de ambos hacía resaltar la incapacidad de otros. Como la del equipo económico que naufraga en sus propias inconsistencias. Con nula creatividad para generar recursos que no sea por la vía del endeudamiento. Eso sí, con un nutrido coro de aduladores mediáticos que no podrá tapar por mucho tiempo el resultado de la ineficiencia.

Los otros ministros simplemente desaparecieron o hacían apariciones absolutamente intrascendentes. El talento no necesita de invitación para sumarse a una causa: se predispone y propone. Es en la emergencia, y no en las funciones ensayadas, donde el guitarrista hace gala de sus destrezas.

Si entre las aspiraciones del presidente de la República figura terminar su mandato gobernando con la confianza de la sociedad deberá remover más de la mitad de su gabinete. Ya ha comprobado los beneficios de rodearse de colaboradores idóneos. Ahora depende de su propio juicio desprenderse de aquellos que carecen de actitudes y aptitudes para dirigir las instituciones que les fueron encomendadas. La incompetencia es el anticipado veredicto del fracaso. Y al Gobierno se le acaba el tiempo de los minutos adicionales.

Dejanos tu comentario