- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
La pandemia era la tormenta perfecta para que los responsables de nuestra economía justifiquen el descalabro de una nave que ya venía en zozobra. Otros quisieron utilizarla como cortina de distracción para materializar las más miserables fechorías en perjuicio del Tesoro público, aprovechando que la población vive encerrada y sin considerar que miles de familias ya están pasando hambre. Es el rostro más detestable de la ruindad. Pero no contaron con que la tempestad ciudadana, sus vientos huracanados e impetuosos oleajes iban a derribar parte de sus planes.
La teoría de la conspiración –casi siempre paranoica–, para “generar inestabilidad política”, era el lenguaje del autoritarismo para deshacerse de sus adversarios. En la democracia se quiere construirla como argumento para enterrar “errores”. Para el presidente de la República, al parecer, los denunciados y demostrados actos de corrupción son simplemente “errores”. Le temblaron las manos para dar la baja deshonrosa a los funcionarios públicos desleales y capituló ante la impunidad por la vía de las renuncias.
La sociedad comprendió la gravedad de los tiempos en que vivimos. Que lo más importante es preservar la vida. Y se comportó con madurez. No ha boicoteado las iniciativas del Presidente. Sin embargo, la actitud de nuestro pueblo no debe confundirse con indiferencia ni abulia. Está conscientemente inmovilizado, no sometido. Las manifestaciones críticas son como las entrañas de un volcán dormido. Mañana puede erupcionar arrasando todo a su paso.
A esa crisis arrastrada por la improvisación provocadora que se transmuta en irritante inoperancia, ampliando los brazos de la pobreza a nuevos sectores sociales, se sumó esta enfermedad que hará colapsar a decenas de países. Y el Gobierno, que venía renqueando en varios frentes, recibió, en la adversidad, el respaldo generoso y solidario de la gente. Pero nunca fue un cheque sin fecha de vencimiento. Si el mundo ya no volverá a ser lo que era, como vaticinan algunos analistas, el pueblo paraguayo tampoco.
Las denuncias de sobrefacturaciones anteriores y el aborto de una monumental estafa dentro del programa de emergencia para enfrentar al virus no fueron iniciativas del Gobierno. Se vio obligado a aceptarlos como verdades ante la contundencia de las irregularidades. Debemos lamentar que un sector del periodismo olvidó su papel de contralor ciudadano y se vistió de espectáculo, con los mismos actores de reparto, mientras se gestaban los más deleznables actos de latrocinio.
Nadie busca errores del señor Abdo Benítez. Ni hace falta. A diario ellos emergen empujados por la codicia de su propio entorno. Y deben ser corregidos de un plumazo, “caiga quien caiga”. Del Presidente, y solo de él, depende de cómo quiere que lo recuerde la historia.