- Por Augusto dos Santos
- Director periodístico del Grupo Nación
En el 2002, en Quito, tuve mi primera experiencia de erupción volcánica. Se había despertado “El reventador”, un cono volcánico siempre activo a 90 kilómetros de esa hermosa ciudad.
Los aeropuertos se cerraron (imposible volver) y a medida en que corrían más horas los techos y las calles empezaban a cubrirse de una acumulación de cenizas. Lo que siguió en toda la noche. Me asomé a la ventana del hostal en el barrio de la Floresta y pude ver cómo el desnivel entre el asfalto de la calle y la vereda había desaparecido bajo las cenizas. Y me asaltó la pesadilla al respecto de cuánto tiempo más esa inagotable invasión de ceniza –fruto de la erupción– iba a crecer.
Nunca lo había vivido. Me pasó por la cabeza una peli de National Geo sobre la Pompeya devorada por magma y cenizas... y me empezaron a cabalgar más de prisa en el pecho esos dos potros inagotables conocidos como la sístole y la diástole.
Dos horas después –ya hacia la medianoche– entreabrí de nuevo las cortinas y esa cosa seguía cayendo como una lluvia gruesa de cal.
Entonces tomé el teléfono y llamé a Pepe Ríos, un compañero audio-técnico ecuatoriano. Pepe me atendió con ese español barroco tan lleno de eses, de las selvas de Sucumbíos donde él nació.
–Che, Pepe, ¿qué onda con esto. Normalmente hasta dónde llegan con las cenizas ?
Y el Pepe, a quien desperté, me dice:
–Chuta Augusto, no me salgas con esa vaina que yo estoy tan cagado en las patas como vos... soy de la selva, no sé cómo funciona esta mierda.
Recordé esta historia al leer anoche un cable sobre los sanados que volvieron a enfermar en China, el desconcierto de las trombos múltiples y las decenas de ideas preliminares sobre cómo pelearle al Covid-19.
El mundo es hoy un hombre que camina en la noche con la lámpara sin baterías. Tanteando heroicamente, buscando con toda su ciencia y su experiencia un camino.
Pero al mismo tiempo, más que nunca, el mundo vive su peor reto de humildad y su peor llamado de atención sobre cuáles son las prioridades para su futuro inmediato. El mundo está en “la escuelita” aprendiendo que si no apuesta a la persona, al ser humano, la acumulación de otras cosas terminará aplastándolo tarde o temprano.
En síntesis, yo en aquella noche de Quito en el 2002 y el mundo del 2020 hoy tenemos algo en común: estamos asustados y no conocemos muy bien hasta dónde puede llegar el enemigo. Para que eso no suceda tenemos que invertir más en conocimiento. Esa es la clave. No hay otro camino que poner más monedas en los microscopios que en los misiles.
Un buen motivo –también– para que de ahora en más en Paraguay invirtamos más en universidades y científicos y drásticamente menos en burros congresistas y chupasangres de gobierno y detestables políticos que son capaces de quedarse con la plata de las pestes.