• Por Ricardo Rivas
  • Corresponsal en Argentina
  • Twitter: @RtrivasRivas

Algunas décadas atrás, cuando Jean Paul Sartre (1905-1980), filósofo existencialista del siglo pasado, encendía desde París un enorme debate, cuando el mundo era mundial y no global. Desde el supuesto de que la existencia precede a la esencia, sostiene que “el hombre, por lo tanto, es lo que hace”.

Contemporáneo de Sartre, Paul Ricoeur (1913-2005), cuando promediaban los ’60, categorizó a Sigmund Freud, Karl Marx y Friedrich Nietzsche, como “los maestros de la sospecha”. En el análisis de Ricoeur intelige que los tres –en el siglo XIX– ponen en crisis el concepto de sujeto y, por sobre todo, con críticas coincidentes, dudan de la escala de valores que las sociedades europeas coconstruyeron desde el XVIII. Cada uno con desarrollos intelectuales individuales creen y analizan al Estado como limitadores de la libertad humana, al igual que a la religión y otras vertientes doctrinarias. No consideran atinado asumir colectivamente la razón como el camino a seguir. Valoran la subjetividad. Sospechan del progreso y procuran –desde esas miradas críticas– la liberación humana.

Cuando promediaban los 60, Michel Foucault (1926-1984) reflexionó sobre el poder en profundidad. Descreía que se asentara en el Estado o en alguna institución. Destaca que es, justamente, el poder el que diseña las relaciones sociales y que, con ese propósito ejecuta operaciones concretas para dominar al sujeto social y diseña sistemas con los que procura obediencia. Con ese objetivo, los poderosos, apoyados en dispositivos no demasiado claros, más bien difusos, generan costumbres, prácticas productivas, hábitos que, además de producir sentido común, dan lugar a la razón de ser de la disciplina social.

La pandemia –COVID-19– avanza y es presentada como indetenible. Sin embargo, las estadísticas parecería que van en sentido opuesto a lo que se comunica. Tengo la convicción de que una muerte es una tragedia. Miles de tragedias atraviesan nuestro tránsito desde diciembre pasado. Pero, sin dejar de lado el dolor, la angustia y el llanto por los que sucumbieron, al momento del cierre de la presente columna la Organización Mundial de la Salud (OMS) reporta 1.800.791 casos confirmados; 373.813 recuperados; y, 110.891 fallecidos. La significación del número. No es recomendable que la comunidad global que enfrenta al virus sin vacuna y con las pocas herramientas disponibles hoy para la ciencia –que parecen ser pocas– sienta que al coronavirus no se lo puede parar. Por cierto que sería mucho mejor disponer de más elementos pero, aun en la precariedad, se hace lo posible y se consigue menor letalidad. Las acciones de la comunidad son relevantes. Sin embargo, algunas herramientas que son presentadas como parte imprescindible para terminar con esta trágica pandemia, preocupan –ante la falta de información sobre la duración que algunas medidas de control social que se aplican– y dan lugar a pensar que el peligroso virus del autoritarismo, de los nacionalismos avanza y exhiben todas sus miserias.

No se informa cuándo finalizarán los estados de excepción, que dejan atrás enormes derechos humanos, que forman parte constitutiva y sustancial de lo que se conoce como Estado Democrático de Derecho.

No se indica ni se hace saber cuáles son y hasta cuándo se aplicarán los intrusivos e invasivos dispositivos de vigilancia electrónica con que se invade a través de desarrollos tecnológicos innovadores, como las cámaras para el reconocimiento facial; con identificación biométrica; redes sociales cuyos datos privados –nuestros datos personalísimos– son arrebatados por empresas globales que pactan y los entregan a los gobiernos para seguir nuestros eventuales movimientos; las pulseras y tobilleras para la geolocalización de personas; nuestros smartphones vigilados, etc. Nuestras vidas privadas dejan de serlo.

Satisface saber que cada día crece el número de quienes quieren saber en detalle no solo los “confirmados”, los “recuperados” y los “muertos”, sino también hasta cuándo se mantendrán los controles sociales antidemocráticos y cuáles son sus características para que operen como disuasores sociales y no como trampas en las que podemos caer todas y todos.

Los relatores en libertad de expresión del sistema interamericano, Edison Lanza, junto con sus homólogos de Naciones Unidas, David Kaye y de la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea, Harllem Desir, son claros en un pronunciamiento conjunto reciente. En el punto 5 sostienen que “la tecnología usada para rastrear la propagación de la COVID-19 debe ser de uso limitado (proporcionalidad y tiempo). Todo uso de tecnología de vigilancia debe respetar las protecciones más estrictas y ser coherente con las normas internacionales de derechos humanos (privacidad, no discriminación y otras libertades)”.

En el transcurso de este lunes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) emitirá una comunicación en el que este mismo tema “merecerá una especial consideración”, aseguraron telefónicamente tres fuentes a este corresponsal, que solicitaron reserva sobre sus identidades. Dos gigantes tecnológicas, Apple y Google, especialmente esta última con gran experiencia en operaciones en países que no respetan las libertades individuales, no son ajenas ni inocentes colaboradoras de gobiernos autoritarios que compran sus prestaciones. Preventivamente, la sugerencia es no bajar, ni autorizar una nueva App diseñada por esas dos compañías llamada COVID-19, hasta que tengamos las garantías suficientes para operar con ellas, sin dudas sobre los peligros para la intimidad y los derechos personalísimos.

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