“Con la libertad, las flores, los libros y la Luna, ¿quién no sería perfectamente feliz? (Óscar Wilde)”.

Me suelen preguntar cómo elijo un libro. La respuesta suele hacerme quedar un poco ridí­cula, pero es la única que tengo: me eligen a mí. A veces un libro me da ganas de leer otro, que ni siquiera es del mismo autor o del mismo género, alguna referencia, me recuerda a algo. Mi vida es básicamente una interminable cadena de “ay, muero por ese libro”. Algunos me llegan por casualidad y otros por simple curiosidad. Y después está el que te recomendó esa maravilla que en algunos lugares sigue existiendo: el ven­dedor que lee, el que te lee a vos, que a veces intuye por un libro que te vio agarrar, qué otros miles de autores te pueden gustar. Su cabeza hace en un nanosegundo esa cadena de la que hablaba arriba. Si sos compulsiva y comprás un montón, sobre todo cuando viajás y encontrás librerías bien surtidas, a veces pasan meses hasta que lees uno que elegiste por sim­ple curiosidad. Trato de leer a autores diferentes, de al menos darle una chance a los que aún no conozco, pero detesto que me impongan “lo que hay que leer”. Lo siento, leer es un placer y como tal pretendo mantenerlo en mi vida. Nada de brócoli ni coliflor en mi biblioteca, por más pre­mios Nobel que acarree.

Crees que es casualidad, que ese libro que compraste hace rato, de repente, no sé, te mira desde la montañita de “pen­dientes” y te dice “dale, ahora me toca a mí”. ¿Mi consejo? Hacele caso. Te llama porque sabe que estás en el momento justo para leerlo. Como tam­bién es una malísima idea leer uno que “mmm… no estoy en el momento para Kafka”. Hacele caso a tu instinto. A mí me llevó a comprar uno que hasta la tapa es “melosa”, ni hablar del título. Por algo se dice que no hay que juzgarlos por su portada, ¿no? “Mujeres que compran flores”, de Vanessa Montfort, no es ni cursi ni una novelita romanticona. Es un genial chapuzón en el universo femenino, a veces brutalmente honesto, pero un chapuzón que refleja todos esos “síndromes” no diagnosticados oficial­mente que padecemos, en parte al menos, las mujeres de este siglo: la copiloto, la superwoman, la Galatea o belleza eterna, la “bella sufriente” y la omnipotente.

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Aquí las tenemos en un rincón madrileño del barrio de Las Letras, cerquita de donde supuestamente está enterrado Cer­vantes, en una suerte de oasis disfrazado de florería: “El Jar­dín del Ángel”, regentado por la bella y sabia Olivia, quien se convierte en el nexo de una amistad que cambia el curso de las vidas de las cuatro protagonistas. ¿Es casualidad que se conozcan cuando todas están en una encrucijada en sus vidas? ¿No lo estamos acaso todos los días? ¿Decisiones? Si cada día que vivimos es ese cruce de caminos y tomar el correcto puede resultar abrumador. Por suerte, existen esos duendes disfrazados de neuróticas que son nuestras amigas. Marina, Casandra, Gala, Aurora y Victoria aprenderán de Olivia, pero sobre todo de esa maravillosa sinergia que se produce cuando se sientan a hacer lo que más nos gusta a las mujeres: hablar. Y si sos hombre y la sola idea de este libro te da pavor; mmm… no creas, podés divertirte mucho y aprender un montón de secretos que no te contamos.

“Siempre me gustaron las personas con cicatrices, como los árboles. De hecho, desconfío de las personas que pasados los cuarenta no tienen ninguna”.

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