Revivirán, seguramente, los antiguos y acalorados debates filosóficos sobre los límites entre libertad y seguridad (o bienestar), una vez que terminen los negros días de esta pandemia que preocupa y asusta. Por de pronto, en la experiencia, la ciudadanía decidió respetar todas las medidas resueltas por el Gobierno, incluso las menos populares, para atenuar el impacto del coronavirus. Existe un alto grado de consenso al respecto. Alto grado, no absoluto. Cuando la propia supervivencia está en juego, las opciones se reducen. Aún así nunca faltan los que quieren desafiar a la muerte, poniendo en la línea de sus irresponsabilidades la vida ajena.

Algunas restricciones fueron incongruentes y contradictorias, dignas de una antología de las paradojas. Hubo mucha descoordinación cuando las decisiones no tienen una ordenada reglamentación previa. El impacto mediático es bueno para limitar la circulación de la ciudadanía, pero una conciencia real siempre será mejor y más duradera. Las críticas estructurales y las polémicas dejamos para el futuro. Hoy es tiempo de ser comedidos. El retorno a la normalidad no será corto y sí será áspero y lleno de oportunistas. A río revuelto, abundancia de tiburones. De pirañas y carroñeros.

LO BUENO QUE TRAJO ESTE MAL

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La gente no se detiene a analizar las contradicciones internas de algunas determinaciones. No le interesan. Solo se queda con los grandes titulares: “permanecer en casa” (de regular acatamiento porque hay que trabajar), “restricciones nocturnas de ocho de la noche a cuatro de la madrugada” y “cierre de fronteras”.

Apuntemos, porque es de honestidad intelectual hacerlo, los rasgos positivos de estos días agitados que estamos viviendo:

La ciudadanía que, por amplia mayoría, decidió acatar las recomendaciones sanitarias y las medidas de restricción, aunque, quizás, no estuviera de acuerdo con algunas de ellas.

Los profesionales de blanco, sin excepciones, quienes hoy son elevados a categoría de héroes civiles; sin embargo, cada año reclaman mejores condiciones salariales y laborales que sistemáticamente les son negadas. Como mínimo, el ministro de Hacienda, motu proprio, debería enviar un paquete de reivindicaciones al Congreso de la Nación para los trabajadores de la salud.

El ministro de Salud, Julio Mazzoleni, quien ha demostrado una templanza admirable para capitanear en medio de la tormenta. Se lo vio cansado, pero sereno, transmitiendo seguridad a la población. Es, tal vez, una de las grandes sorpresas de esta crisis. Nuestras críticas a su gestión para combatir al dengue las dejamos para más adelante.

El ministro del Interior, Euclides Acevedo, quien, por fin, encontró una utilidad práctica a su enjundiosa oratoria. Fue certero y persuasivo. Le habló al pueblo en su idioma, es decir, más allá de un sistema de signos, apeló a locuciones que forman parte sustantiva de nuestra idiosincrasia. Se hizo entender.

Las fuerzas de seguridad que, excepcionalmente, recuperaron la potestad de “mandar” casi a discreción. Sin embargo, hasta el momento, no se reportaron abusos, salvo el nefasto episodio en Ciudad Presidente Franco, Alto Paraná.

Los ex ministros de Hacienda quienes, enterrando cualquier rivalidad política del pasado, acudieron a la convocatoria del Ejecutivo para esbozar un plan que pueda suavizar los efectos, que se vaticinan devastadores, de la economía sobre los trabajadores y pequeños vendedores.

Muchos otros aportes positivos, es casi seguro, irán apareciendo con el correr de los días. Este mismo listado es incompleto, pero se incluyeron los puntos que más sacudieron a la ciudadanía y los que más repercusiones tuvieron en las redes.

EL VIRUS DE LA MISERABILIDAD

Los más despreciables fueron aquellos políticos que intentaron hacer proselitismo con la desgracia del pueblo, repartiendo productos desinfectantes con calcomanías alusivas a sus aspiraciones futuras. Digo intentaron porque el repudio fue unánime. En idéntico nivel de miserabilidad se ubican las farmacias y sus proveedores que especulan con el precio de esos mismos productos.

Merece igual condena la mezquindad de algunos empresarios que en momentos tan críticos decidieron desprenderse de sus empleados, agravando ese futuro de incertidumbre.

Entre los puntos negros tenemos que incluir la actitud del ministro Juan Ernesto Villamayor, cuya vanidad –escudada en su ampulosa locuacidad– no le permitió ser actor de reparto en un escenario donde un día antes fue protagonista su sucesor en el Ministerio del Interior. Por eso, el martes 17 de marzo apareció en su oficina de la Secretaría General del Palacio, obviando todo protocolo, puesto que el viernes había regresado de Buenos Aires. Pretendió ampararse en la figura jurídica de la irretroactividad cuando que lo estaba vulnerando con su soberbia fue algo menos complicado: el sentido común.

Aunque quiso justificarse con una débil dialéctica, su rostro abatido y una voz ronca confirmaban que se había equivocado. Era tiempo de disculparse e ir a respetar la cuarentena en casa.

Por el cargo que ocupa, Villamayor debió ser ejemplo ante el resto de la sociedad. Pero no lo hizo. Y no es un caso simplemente anecdótico: tuvo contacto con casi 30 periodistas que realizan la cobertura diaria en el Palacio de López.

El final del ciclo de este virus prevé un corolario de graves y agudizados problemas sociales. Volverán, casi seguro, también, las insulsas discusiones políticas cargadas de agravios y vacías de argumentos. Por de pronto, el silencio es el gran ganador.

El retorno a la normalidad será largo. Muchos aseguran que después del virus vendrá lo peor. Las estanterías de la economía familiar serán sacudidas como nunca. Pero si logramos preservar la vida, siempre podremos enfrentar lo peor.

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