- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Pretender ignorar las redes sociales sería como negar el presente. Despreciarlas con aires de superioridad intelectual por banalizar y, a veces, alienar la existencia es simplemente evadir el problema, o mirar solamente una cara de este fenómeno cuyos límites son impredecibles. Lo mismo ocurrió con la globalización en sus inicios, cuando la tecnología aún no había alcanzado el estado de desarrollo que tiene hoy. Ya no era una opción, sino una realidad. Y había que aceptarla como tal para enfrentarla, suavizar sus consecuencias agresivas y explorar sus aspectos positivos. Una tarea, lamentablemente, inconclusa.
Problematizar una realidad es el primer principio del trabajo intelectual. Así lo entendieron varios pensadores de renombre que enfocaron sus reflexiones en la tecnología como herramienta de una globalización que ejerce su dominio seductor y tiránico sobre gran parte de la sociedad, sin que ella sea consciente de esa relación de dependencia casi absoluta.
Las redes han creado una nueva cultura. Una nueva forma de ser y de hacer. Antes, mucho antes, Umberto Eco, en “Apocalípticos e integrados” (1965), describía el contraste entre una sociedad donde lo “popular”, a través de las comunicaciones de masas, hacía amenas y amables “la absorción de nociones y la recepción de la información” y, “en medio de la catástrofe”, una comunidad de superhombres (a la imagen de Superman) capaz de elevarse por encima de “la banalidad media”. Con el tiempo, el autor reconoció que “las cosas han cambiado tanto que haría falta volver a escribirlo todo”. Y aunque admitió que prácticamente rehízo varias de sus obras para una nueva edición, “Apocalípticos e integrados” permaneció igual porque “cada sociedad cultural tiene las novedades que se merece”. Esa dicotomía, aunque desde otros planos, sigue intacta. Releyendo este libro uno se sumerge, por el ejercicio de la comparación, en similares experiencias en cada una de las aplicaciones, aunque con diferente intensidad.
Las redes sociales han modificado nuestra forma de vida. En un artículo anterior, “Malestar en el enjambre”, habíamos afirmado que la tecnología, especialmente internet, posibilitó la democratización de la información y del conocimiento, pero, al mismo tiempo, abrió las compuertas a una multitud de anónimos quienes desde la cobarde clandestinidad apedrean impunemente la dignidad ajena.
Hay mucha ira contenida que encuentra en estos canales el vehículo para su desahogo. Es como un gigantesco estadio de fútbol donde la frustración cotidiana se descarga contra el árbitro. Y aquí el árbitro es cualquiera. Todos pueden recibir una camionada de improperios por las (sin)razones más absurdas.
Las redes sociales –especialmente Twitter– son fuentes inagotables de falsas informaciones, pero, paradójicamente, permiten acceder a medios en los que la libertad, la seriedad, la calidad y la responsabilidad constituyen los pilares sobre los cuales erigen su credibilidad. El País es uno de ellos (sin desconocer los ataques, fundados o no, de la ultraderecha española).
Los tiempos políticos que se acercan (elecciones internas de julio y municipales de noviembre) serán motivos de arrebatos coléricos. Si hoy la lógica no tiene espacio en los debates, salvo para aquellos que hicieron de la razón crítica su elemento de trabajo, los habitantes de las redes estarán más brutalmente agresivos que nunca. Valoramos y exigimos una libertad de expresión que le negamos al otro. Reclamamos el respeto que no somos capaces de dar. Cuando una pregunta o una respuesta incomoda nuestras posiciones, la respuesta suele ser un exabrupto o un quirúrgico bypass.
Con una visión reduccionista de la función de las redes en la sociedad actual, lo más probable es su condena sin chances de absolución. Sin embargo, el análisis de su totalidad nos muestra otro rostro, uno humano y altamente útil. La habilidad para discernir nos facilita el trabajo de separar lo sustantivo de los desechos. Nos da la opción, parafraseando a Eco, de diferenciar la fuente acreditada de la disparatada. Aun así, preocupa su utilización compulsiva y descontrolada.
Y por su carácter no solo controversial, sino, además, contradictorio, en el propio Twitter encontramos un artículo de alto valor por su contenido como la entrevista a la periodista española Marta Peirano, a propósito de su libro “El enemigo conoce el sistema”.
“Las redes sociales –declara durante el Hay Festival Cartagena 2020– son como máquinas tragaperras (tragamonedas) que están cuantificadas en forma de likes, de corazones, de cuánta gente ha visto tu post y genera una adicción especial porque es lo que dice tu comunidad, si te acepta, te valora (…) Cuando esa aceptación, que es completamente ilusoria, entra en tu vida, te vuelves adicta porque estamos condicionados a querer encajar en el grupo; nuestra vida depende de que se nos acepte y se nos valore”.
La adicción, resume, no es con los contenidos, sino con las aplicaciones. ¿Alguna recomendación? Recuperar la capacidad de interactuar personalmente, empezando con los niños.
Aunque las críticas de Eco a las redes han alcanzado repeticiones extraordinarias, tampoco obvia su lado útil. Su cuestionamiento más demoledor tiene su fuente en La Stampa: “Las redes sociales le dan derecho a hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.
Probablemente sea Twitter hoy el centro de las mayores polémicas. Eco reconoce “una parte positiva (…) Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría sido posible con internet porque la noticia se habría difundido viralmente”. No por eso deja de repetir que, por otra parte, “da derecho de palabra a legiones de imbéciles”.
En medio de esas dos orillas navegan las aplicaciones. Es, por ahora, Twitter el sitio común para el desfile de las más variadas emociones del ser humano. Es el lugar donde la gente más rápidamente desenfunda su cólera. Por algo, entre los siete pecados capitales su equivalencia es la ira. En ese maremágnum hay una amplia mayoría que busca ganar notoriedad por la vía del escándalo. Confunden transgresión con procacidad; originalidad con grosera vulgaridad. Es tierra de nadie y todo está permitido.
No obstante, repetimos, también es útil para estar actualizados al instante. Como la proyección de algunas epidemias o el avance y retroceso de la democracia en el mundo. Nos permite la conexión con gente educada y culta. Descubrir, por ejemplo, que los libros clásicos no tienen fecha de caducidad, que la buena música traspone los umbrales del tiempo y que hay una nueva generación de poeta, como Elvira Sastre, capaz de conmover y romper la lógica impuesta por las redes.
Sería recomendable, de tanto en tanto, mirar hacia adentro. Para autoevaluarnos si tenemos la tecnología a nuestro servicio o estamos esclavizados por la tecnología. Y peor cuando la usamos como un recipiente para desparramar bilis o desnudar intimidades de terceras personas.
Peirano nos advierte sobre una situación alarmante: “Somos menos felices y menos productivos que nunca porque somos adictos”.
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“Las redes sociales han modificado nuestra forma de vida. En un artículo anterior, ‘Malestar en el enjambre’, habíamos afirmado que la tecnología, especialmente internet, posibilitó la democratización de la información y del conocimiento, pero, al mismo tiempo, abrió las compuertas a una multitud de anónimos quienes desde la cobarde clandestinidad apedrean impunemente la dignidad ajena”.
“Probablemente sea Twitter hoy el centro de las mayores polémicas. Eco reconoce ‘una parte positiva (…) Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría sido posible con internet porque la noticia se habría difundido viralmente’. No por eso deja de repetir que, por otra parte, ‘da derecho de palabra a legiones de imbéciles’”.