Empatía. Todo se trata de empatía. Vi antes de cumplir 30 una película sobre una cuarentona en Toscana, rehaciendo su vida. Se imaginarán de qué película estoy hablando, mi biblia en DVD, y lo poco que me pude haber conocido o apreciado quién pensó que yo a esa edad debería haber estado preocupada por otras cosas. La maldita empatía, la maldita necesidad de comprender a ese ser humano que viaja al lado tuyo en el ómnibus: leemos por eso, vemos cine, televisión y hasta jugamos videojuegos por eso: tratar de entender lo que pasa en la cabeza y en el alma de OTRO ser humano. Lo hermoso de los libros es lo aleatorio. Es casi como una rifa, te recomiendan un libro porque es “bueno” y me encantaría contarle a la señora Elizabeth Taylor que solo comparte con su homónima el nombre, pero no sabía actuar ni tenía ojos color violeta, así que escribió libros maravillosos y profundos, irónicos, que llegan hasta la médula espinal.
Los ingleses, mucho menos densos que nosotros los hispanoparlantes, le pusieron hasta a la película (que debe ser hermosa porque la protagoniza Joan Ploawright): un titulo simple: “La Señora Dalfrey en el Hotel Claremont”. Algún editor hispano decidió que eso, aquí en el trópico, “no vendía”, entonces le endilgó el telenovelesco “Prohibido morir aquí”. Que tampoco va tan lejos del caracú de la historia; pero Mrs. Dalfrey no se merecía un titulo así. Ella, tan entera, tan sensible pero tan digna al mismo tiempo. Mrs. Dalfrey es el tipo de personaje con el que empatizás en la primera página, aunque ella tenga el doble de tu edad porque todo lo que siente y dice es REAL. Elizabeth Taylor, la escritora, es una maestra en decir LA PURA VERDAD. En no disfrazar nada, pero mantener la dignidad, sin golpes bajos y solo con ese talento logra escribir una novelita de 250 páginas que, así como se lee con la avidez de un policial, te obliga a parar, calmarte un poco, respirar, y subrayar ESA frase. Y esa otra y esa otra. Porque te das cuenta de que son lecciones de vida.
Una señora como Laura Palfrey hospedándose en un hotel de Londres en la década del sesenta, como parte del plantel de “huéspedes semipermanentes” de la tercera edad que el hotel tiene, debería serme totalmente foránea. ¿Por qué debería una mujer de cuarenta entender lo que escribe un hombre de setenta, de treinta, de veinte, una mujer de cien? Porque la experiencia humana nos afecta a todos, todos o pasamos o vamos a pasar por ella. Y me encanta toda esta revolución del vivir sanamente y las vitaminas porque vamos a vivir mucho tiempo, y vamos a tener TODOS que dejar de ser tan cerrados y abrirnos a tratar de entender cómo piensa la gente que no es como nosotros, lo cual, estoy seguro, nos volverá mejores seres humanos. Si no lo aprendemos por el contacto directo, que sea la literatura el último resquicio, el último conducto por el cual un millennial se conecta con el pensamiento de alguien que vivió dos guerras mundiales. No existe TU generación. No SOS TU generación, sos parte de la especie humana, un continuo de gente que viene sobreviviendo hace siglos aferrándose a lo único que puede: la belleza: el arte. La universalidad de describir “tu aldea” se ha trasladado a describir mucho más, a tener las agallas de la señora Taylor al admitir, hace medio siglo: “El reloj parece no querer llegar nunca a las 19:30. Y pienso que, a nuestra edad, no deberíamos querer que el tiempo pase más rápido, sino todo lo contrario”. Sí, a ninguna edad. Pero le pasa a mucha gente, cuando se siente mal y el saber que usted tuvo el valor de escribirlo a muchos de nosotros, que la leemos ahora, nos da el valor para pararnos y decir: cierto, tiene razón Mrs. Palfrey. No hay edad en la cual esté bien esperar que el tiempo pase más rápido. Algo tengo que hacer al respecto. Y cuando un libro equivale a seis sesiones de terapia, discúlpame, pero o leíste a Paul Auster o te acabás de leer un GRAN LIBRO.