Más de un año de mi “colum­nita dominical”, y todavía no les hablé de uno de mis más queridos “novios de papel”. El Señor Paul Auster. No me alcanza una columna para explicar lo que es el talento de Auster, es un monstruo. Ahora tenía ganas de, aprove­chando las fechas, compartir un cuentito de cuatro pági­nas y media que escribió “por encargo” hace muchos años para una revista.

Los cinéfilos ya conocerán esta historia como una hermosa película independiente de los años 90: “Smoke”, con el genial Harvey Keitel como Auggie Wren y William Hurt en el rol del escritor. Guionada por el propio Auster, la película cap­tura la esencia de este precioso cuentito. Así que pueden ele­gir entre buscarlo en la web y leerlo, o buscar la película. Yo, personalmente, les recomendaría que hagan ambas cosas. Pero no soy parámetro. Para nada.

La historia va más o menos así: Paul acude casi todos los días al mismo kiosco a comprar un tipo especial de puros holande­ses. El kiosco de Auggie Wren, una institución de Brooklyn. Un día Auggie se entera que Paul es un escritor famoso, y se anima a decirle que “él también es un artista”. Y le pre­gunta si le interesaría ver sus fotografías. De la trastienda del kiosco saca doce álbumes enormes de fotos. Perdón. De la misma foto. Doce años, por 365 días. De la misma esquina de Brooklyn a las siete de la mañana. Auggie nota que Paul se aburre y le dice algo que puede servir como con­sejo para cualquier situación en la vida: “Vas demasiado deprisa. Nunca lo entende­rás si no vas más despacio”.

“Presté más atención a los detalles, me fijé en los cam­bios en las condiciones meteorológicas, en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones…luego empecé a reconocer a la gente, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie… me dí cuenta que Auggie estaba foto­grafiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en la misma esquina del mundo y deseando que fuera suyo, montando guardia”.

Desde ese glorioso descubrimiento, se hacen amigos, y a Paul le llega el famoso encargo del “cuento navideño”. Se lo comenta a Auggie un poco desesperado porque no se le ocu­rría nada. Sobre todo, si se ponía a comparar con los grandes cuentos de Dickens, O’Henry y el natural desagrado de Aus­ter por la sensiblería. Junto con la natural contradicción de que es imposible escribir sobre la Navidad sin sentimenta­lismo. “¿Un cuento de Navidad?” - dijo Auggie. “Solo eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad”.

Lo que le contó, fabulado o real, les toca a ustedes leerlo soli­tos, ya les conté demasiado; pero incluye a una abuelita ciega, un nieto ladrón, y un cargamento de cámaras fotográficas robadas escondidas en el departamento de la primera. Y Aug­gie, impersonando al nieto perdido y celebrando un festín de Navidad con la ancianita, regado de abundante licor. Lleván­dose solo a cambio, por su gesto de buen samaritano, una de las cámaras. A pesar de nunca haber tomado una foto en su vida antes. Ya saben, por eso de “ladrón que roba a ladrón”.

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