- Por Mariano Nin
- Columnista
No voy a recurrir a ninguna encuesta porque ante lo obvio cualquier cifra quedaría corta, y es que la Policía desde hace tiempo dejó de ser garantía de seguridad y por el contrario se volvió una de las instituciones más criticadas y contaminadas de cuantas sobrevivieron a nuestra maltrecha democracia.
Es algo que nadie pone en duda, excepto cada ministro de turno.
Es un secreto a voces. La corrupción en sus filas es tal que ya fue atacada por todos los secretarios de Estado que pasaron por la cartera con el mismo ímpetu y similar resultado: sigue tan campante como el mítico pombero en el siglo XXI.
Y no es para menos.
Inexplicable o explicablemente son sobrepasadas por todas las escalas del crimen, de mayor a menor. No pueden con los motochorros (jóvenes en moto que se dedican a robar de manera amateur y bajo los efectos de las drogas, o no, y que no dudan en meterte un tiro), no pueden con los asaltacajeros que cada tanto nos meten la mano en el bolsillo, ni con los rateros a los que atrapan pero sin el fruto del robo, o los asaltantes domiciliarios que ya no respetan ni siquiera si estás durmiendo la siesta o comiendo a plena luz del día. Y ni qué decir con los narcos a quienes brindan protección y quien sabe que otras cosas.
Es la realidad. Una realidad que nos revelan los noticieros ni bien prender la tele. Hoy la inseguridad va ganando la partida y, lo triste, es que no hay presupuesto que mejore una situación que se va deteriorando con el correr del tiempo.
Ya no hay respeto y es evidente.
Hace un tiempo en un confuso incidente en la Chacarita, los vecinos del barrio lograron liberar a pedradas a un muchacho acusado de sembrar el terror entre los propios vecinos, vecinos de los que lo liberaron. Parece un chiste, pero en realidad va más allá. Podría haber sido un hecho aislado, pero tampoco lo fue. Todo el país fue testigo de cómo dos patrulleras con unos ocho policías eran sobrepasados por la turba.
Cierro los ojos y me parece verlo una y otra vez, así como recuerdo con mucho de impotencia cómo el hijo de un concejal de Capitán Bado baleaba a un policía en un control y luego se escapaba como si se tratara de una cinta de dibujos animados digna de una persecución del coyote al correcaminos. Una burla por donde se lo mire. Un chiste que nos cuesta caro y es de mal gusto.
Podría citar otras peripecias de la Policía, pero creo que como dice el dicho, para muestra basta un botón.
Pero no siempre las anécdotas son simpáticas y aunque nos dejan cierto sinsabor, hay otras que nos llenan de vergüenza ajena y mucha, mucha rabia.
Sin respeto ¿qué podemos esperar de la Policía?
Si, nada, esa es la respuesta.
Y es que el último capítulo de esta serie que nunca termina, tiene a un senador de la Nación como protagonista.
Como si se tratase de una función circense, el legislador Paraguayo Cubas (una especie de héroe-payaso-trasgresor-maleducado) que acompañaba una manifestación contra el rollotráfico en Minga Porã, volvió a poner a la Policía en boca de todos y en la pantalla de todos los teléfonos del país.
Siguiendo con su personaje de historietas el senador pateaba primero contra una patrullera dejando un daño considerable en su chapería, un daño que no me cabe dudas tendrás que pagar vos, si vos, de tus impuestos.
Pero lo mejor, o lo peor, estaba por venir, ante los ojos de un público fanatizado y desbordado, el senador golpeaba a uno de los policías con un vergonzoso akãpete y luego le tiraba un florero a otro, y todo en plena comisaría.
Sentí vergüenza. Sentí que el legislador estaba violando mi seguridad. Sentí que convertía en el hazmerreír de un auditorio que no entiende que del respeto depende nuestra seguridad y que deben de ser las instituciones las que juzguen el trabajo de cada uno. Ridiculizando a la Policía no la vamos a volver más honesta. Es lo contrario.
Estamos minando el respeto que debería darnos cierta tranquilidad.
No es bueno humillar a un policía, que puede ser bueno o no, pero que en el peor de los casos deberá enfrentar a un delincuente a costa de su propia vida.
A veces la dignidad ultrajada irremediablemente nos va a pasar factura a todos, incluso a quienes el circo ya no nos hace reír.
Pero esa... es otra historia.