• Por Benjamín Livieres
  • Director periodístico del Grupo Multimedia

Un levantamiento popular sin precedentes recorre todo Chile. Cientos de miles se vuelcan a las calles a diario, aun después que el presidente Sebastián Piñera pidiera perdón por su “falta de visión” y anunciara un paquete de medidas para intentar descomprimir la crítica situación. El mensaje es inequívoco. Reclaman medidas de fondo y cuestionan el modelo económico vigente desde la dictadura de Pinochet, muy eficaz a los fines del crecimiento de la economía y del enriquecimiento de unos pocos, pero nefasto para el grueso de la población, que sufre las consecuencias de una profunda desigualdad que ya no están dispuestos a tolerar.

Las “evasiones masivas”, como denominaron los estudiantes al no pago del boleto de subte, fue el detonante del estallido social que arrancó el viernes de la semana pasada y no muestra signos de detenerse, combinando manifestaciones pacíficas, otras que derivan en choques con los carabineros, cacerolazos, incendios de estaciones de trenes y edificios públicos, hasta saqueos de supermercados y otros actos de vandalismo.

De entonces a esta parte, nada los detiene. Ni el estado de emergencia decretado por el gobierno, los toque de queda que abarcan cada vez más regiones, las fuertes represiones, los muertos, que ya suman 19, ni las casi 2.000 detenciones.

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El movimiento no tiene rostro, carece de líderes visibles y de él forman parte familias enteras, de clase media para abajo. Se destaca la presencia de jóvenes, muchos de los cuales ya hicieron sus “primeras armas” de adolescentes, en el 2006, en ocasión de las masivas protestas de los “pingüinos”, como se llamó entonces a la irrupción de los estudiantes secundarios en el escenario nacional, que puso en jaque al novel gobierno de Michel Bachelet.

La sociedad chilena está en plena ebullición, en rebelión contra el “paraíso liberal” que, bajo indicadores “macroeconómicos” exitosos, ocultó a los ojos del mundo la profunda inequidad que explotó ahora con dramática intensidad.

Así lo destaca The New York Times en uno de sus últimos editoriales. “A menudo se elogia a Chile como un oasis capitalista, una nación próspera y estable en un continente donde tanto la prosperidad como la estabilidad han sido escasas. Pero esa prosperidad se ha acumulado principalmente en manos de unos pocos afortunados… Chile tiene el nivel más alto de desigualdad de ingresos entre los miembros de la OCDE”, afirma, en referencia al lugar que ocupa entre los 36 países más desarrollados que integran el organismo, al que había accedido en el 2010.

El problema que se plantean analistas y que, con fundadas razones, preocupa a muchos gobiernos, es que si la locomotora liberal terminó por descarrilarse, con más razón esto podría replicarse en otros países, que nunca gozaron de la misma prosperidad y estabilidad, como bien señala el Times, como Perú, Ecuador, Brasil o Paraguay, sin mencionar a la Argentina, a la que salvó la campana de las elecciones.

En nuestra fauna política, la interpretación de estos hechos –así como de los problemas que nos aquejan– es cuando menos horrorosa. El Presidente y referentes oficialistas salieron con el estúpido discurso de que todo es obra de los que quieren “contaminar nuestra forma de vida con ideologías foráneas”. O sea, no ven o no les interesa lo mal que está nuestra gente ni en lo que eso podría desembocar. En consecuencia, tampoco piensan en posibles medidas que sirvan para mitigar el malestar que se acumula en tantos hogares y así adelantarse a los hechos para que no pase algo parecido a lo que sucede en Chile.

No sabemos cuál será el desenlace de la crisis fenomenal en el país andino. Sin embargo, nadie se equivocaría al afirmar que ya nada será como antes de que el pueblo tomara las calles para decir ¡basta! y que ahora este sea el nuevo “faro” que ilumine desde Chile a toda Sudamérica.

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