- Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez
- Dr. Mime
Las horas de las comidas en mi casa son, ni más ni menos, un campo de batalla. Mis mellizos de casi 5 años, Nano y Joaco, emprenden una literal lucha contra los alimentos “cuerpo a cuerpo”, donde, después de ver el resultado, es digno de reconocer que algún bocado haya podido entrar al tubo digestivo. El resto es un enchastre digno de un lienzo de Picasso: mentones, cachetes, ropa e incluso pelo, revelan a distancia lo que han comido. Y si se trata de comer algo que no les gusta, la lucha ya es más que de manchas, de persistencia, es una lucha real. Con este cuadro doméstico que inaugura mi columna de la semana, creo que muchos padres y madres lectores se identificarán plenamente: los hijos no quieren comer “sano” ni “bien”. Las súplicas y los enojos nunca ganan la batalla. Y esto, como todo, tiene su explicación en el cerebro.
Los seres humanos evolucionamos habitando la tierra en distintas latitudes. En esa evolución nos hemos encontrado con diferentes tipos de alimentos que tuvimos que probar no solamente para conocer su sabor, sino que muchas veces para determinar si nos podrían hacer algún daño.Y es así que el humano tuvo que comportarse con los alimentos de manera crítica, siendo el sentido del gusto un excelente filtro para la elección alimentaria: lo dulce y grasoso era sustancioso y recomendable, lo amargo y ácido aconsejaba precaución al ingerirlo porque podría contener algo que hiciera mal a la salud al estar podrido o resultar tóxico o venenoso.
Es así que el sentido del gusto condicionaba la existencia hace miles de años, y aun hoy nos sigue condicionando en muchos factores, sobre todo en los niños, donde su sensibilidad gustativa está más avezada, lo cual les permite detectar en algunos vegetales (como la coliflor, la espinaca o el brócoli) trazas de sustancias amargas que hacen que sean rechazados por ellos. Con esto explicamos por qué a Mafalda no le gustaba la sopa y usted, querido lector o lectora, no quería comerse las espinacas de su plato por más que Popeye en la vieja TV blanco y negro nos dijera lo contrario. Esta conducta no era ni es un acto de rebeldía, sino que es un resabio evolutivo de rechazo inconsciente asociado a ciertos estímulos que el cerebro relaciona con conductas que podrían conducir al cuerpo potencialmente a un daño. Es decir, el rechazo a la sopa no es un capricho, sino algo que viene “de fábrica”, en la genética por la evolución.
La evolución nos ha enseñado como especie reglas que son absolutamente indiscutibles. Nos marca siempre la tendencia a consumir alimentos dulces que son los que nos dan una fuente de energía rápida y eficiente. También nos determina la conducta alimentaria orientada hacia los alimentos que nos son conocidos, evitando inconscientemente aquellos amargos, ya que son una señal de alerta no consciente de la posibilidad de contener tóxicos.
También nos hace que probemos primero una pequeña porción, incluso solo con la lengua “tantear” el sabor antes de consumirlos, lo cual nos serviría como filtro para no ingerir nada tóxico, que usualmente el cuerpo interpreta como adverso al gusto. Además, el cerebro nos marca consumir siempre aquello que los más próximos a nosotros, como padres, hermanos o entorno, consumen, como una conducta de imitación alimentaria que nos protegería al hacerlo: “Si él lo comió y no le hizo nada, a mi tampoco”. Por último, otra adquisición evolutiva es una especie de “memoria alimentaria”: lo que alguna vez nos hizo mal será respondido por el cerebro (no por el estómago, como creemos) con una aversión e incluso repugnancia, como sucede después de “empacharnos” con algo: ya no lo podemos consumir más porque nos dará asco.
Esta adquisición evolutiva explica por qué el niño prefiere los helados o las papas fritas antes que el apio o la zanahoria: de los primeros saca más fuente calórica y, por ende, más energía. Es culpa de la evolución, no de los niños. Y las grandes multinacionales lo saben, por eso ofrecen sus cajitas conteniendo felicidad... y muchas calorías vacías.
Esta conducta de acopiar en el organismo muchas calorías para cuando los tiempos no sean favorables y que nos sirvió de mucho en la evolución de la especie cuando los recursos escaseaban, sigue funcionando casi reflejamente en estos tiempos donde la oferta alimentaria está más que satisfecha: seguimos prefiriendo la comida chatarra de muchas calorías muertas antes que la saludable variedad de la oferta alimentaria correcta. Es la memoria genética que ordena a nuestro cerebro a hacerlo.
Otro comportamiento alimentario de los niños es la neofobia. Mis mellis siempre desean pasta, hamburguesas o papas fritas antes que probar un pescado o una carne con verduras bien condimentada, y eso se lo deben al hecho de que sienten una especie de temor por lo nuevo. Esta neofobia es la que nos permitió como especie no adentrarnos a probar nuevas opciones alimentarias por temor a envenenarnos en nuestra evolución y el cerebro lo almacenó como una directiva que se cumple.
Es por eso que los niños son resistentes a probar nuevos sabores. Cuando dejan el entorno seguro de la alimentación materna y se adentran en el nuevo mundo de sabores y olores, hay una verdadera revolución alimentaria en sus cerebros y ellos se comportan de la mejor manera que saben: con el instinto heredado.
Pero la neofobia y la aversión a sustancias amargas ya no nos sirven como especie, y es lo que en neurobiología llamamos “conductas desadaptativas”, es decir, lo que antes nos servía y mucho, hoy no solo está desfasado, sino absolutamente contrario a las normas. Las reservas grasas del cuerpo que nos ayudaban a sobrevivir en tiempos antiguos se convirtieron hoy en adiposidades innecesarias que incrementan la tasa de obesidad infantojuvenil.
¿Qué hacemos como padres? Las quejas y retos no funcionan. Lo hacen la paciencia y la perseverancia. Si no quieren comer porotos, el mecanismo es ofrecérselos 8 a 10 veces por día en días sucesivos hasta que los prueban, ya que se sabe que los niños rechazan alimentos solo porque nunca los han probado y porque realmente se acostumbran a comer siempre lo mismo.
Otra técnica es el juego, ya que jugar favorece el hábito alimentario, como el legendario “avioncito” que se hace con la cuchara, o dejando que el niño se ensucie todo lo que quiera mientras se familiariza con el uso de los cubiertos. La experiencia táctil es fundamental y las emociones generadas por el juego con alimentos les inducen a probar otros tipos de comida que no aceptan normalmente. Además, los niños tienen más posibilidades de probar un alimento si ven que un adulto lo hace antes que ellos y mucho mejor si el que come el alimento es otro niño de su misma edad.
De todo lo hablado hoy podemos resumirlo sencillamente diciendo que el comer es una experiencia sensorial que debe dar placer. Es por eso que los padres debemos abordar con nuestros niños esto con amor, tolerancia y, sobre todo, con diversión. Comer también es algo ¡de la cabeza...!