- Por Olga Bertinat de Portillo
- COLUMNISTA INVITADA
Ya no nos asombramos con nada, sin embargo en estos últimos días con la quema en la Amazonia y los incendios en el Chaco es como que percibimos por anticipado el Apocalipsis bíblico.
En las noticias vemos cómo los animales quemados y carbonizados quedan tendidos en el suelo humeante y los árboles como maniquíes sin brazos, parecen espectros que salen a llorar sus penas. Todo es silencio y muerte.
Los gobiernos no se inmutan, permanecen al margen de la situación como si el problema fuera de otros y no buscan soluciones.
En las redes sociales se leen críticas sobre el comportamiento humano hipócrita, pues cuando se incendió la Catedral de Notre Dame en París llovieron donaciones para su restauración: dólares y euros de todos los rincones del planeta, los ricos del mundo se involucraron en su recuperación; sin embargo, en la catastrófica situación de la Amazonia, del Chaco paraguayo, de los animales silvestres, de las abejas, del planeta en sí, pocos se implican; es más, pareciera que no amaran el lugar donde viven, pues si se amara nunca se destruiría de esta manera.
Tanta es la incongruencia humana que no les interesa ni la flora, ni la fauna diezmada, sin embargo, sueñan con revivir a los dinosaurios y colonizar Marte.
Sin hábitats adecuados las especies se exterminan, se acaban y solamente permanecerán las fotografías del recuerdo para admirarlas dentro de 50 años (si es que aún existieran vestigios de nuestra especie humana).
Además del fuego y la deforestación, los pesticidas y el plástico completan el cuarteto mortal.
Cada día son utilizados miles de litros de agroquímicos para los cultivos; en el Tercer Mundo causan estragos en el medioambiente y en las personas, pues estos países son los más pobres del planeta y tienen un alto índice de analfabetismo que les impide leer los rótulos de los plaguicidas que utilizan.
En cuanto al plástico, es el cáncer de los océanos. Ya hay islas de este material, algunas con más de 40 km2 de extensión que flotan en el mar y van degradándose liberando micropartículas que son dañinas para la salud de los seres vivos.
El ser humano se cree la más inteligente de las criaturas, sin embargo si prestamos atención, comprobamos que ninguna de las especies destruye el lugar donde habita, y que existe un equilibrio natural que el hombre ignora estimar.
La destrucción avanza a un ritmo asustador. El agua, el líquido imprescindible para la vida es un bien cada vez más escaso. Los ríos contaminados por metales pesados, a causa de la minería, se mueren y con ellos la vida en torno a ellos.
La ambición desmedida del ser humano nos perjudica a todos. Y hablar de todos es hablar de aquellos que no tienen voz humana, que no pueden pedir auxilio y protestar cuando algo anda mal. Ellos son capaces de aullar, ladrar, croar, relinchar, carraquear, chillar, parlotear, garrir, rugir, rebuznar, zumbar, ulular, bramar, graznar, gorgorear, chirriar, cascabelear, bufar, barritar, piar… pero no tienen la capacidad de gritar y pedir auxilio con palabras humanas lo que quieren expresar.
La extinción de las especies es cuestión de tiempo si es que el ser humano no se detiene para recapacitar y revertir la situación. De esa actitud dependerá nuestro futuro.