“El antiguo protocolo japonés estipulaba que los súbditos del emperador se presentarán ante él con ‘estupor y temblores’. Siempre adoré la expresión, que describe a la perfección la forma en que los actores en las películas sobre samuráis se dirigen a sus líderes, sus voces temblando con una reverencia casi suprahumana. Así que me puse la máscara de terror y comencé a temblar”.

La relación de poder entre humanos es uno de los temas preferidos de Amélie Nothomb, quien, por ser hija de diplomáticos, nació en Japón y pasó su infancia y adolescencia en el Extremo Oriente, principalmente en China y Japón. Con un fuerte tinte autobiográfico y una crueldad que roza lo absurdo, describe la relación profesional que mantiene Amélie, una joven belga de 22 años, durante el año que transcurre como empleada en el departamento de contabilidad de una multinacional en Tokio, donde cada superior es a la vez el inferior de alguien, y eso nunca debe ser olvidado. Dudo que Nothomb sea muy popular en Japón. Por mi parte, me limito a aclarar que solo cito frases de su libro.

El gancho con el que la contratan son su fluido japonés, combinado con su cultura occidental. Pero cuenta con un doble hándicap: ser mujer y ser extranjera. Nadie sabe bien qué hacer con ella. La obligan a “no comprender ni hablar” japonés (su segunda lengua), le dan cualquier tarea absurda: fotocopiar mil veces y contando los milímetros, el reglamento del club de golf de uno de sus superiores, le dan órdenes contradictorias o sin sentido, la degradan por ser demasiado competente y tener iniciativa; de la contabilidad pasa a mover las hojas del calendario y servir café, y cuando hasta en eso es eficiente, la castigan a limpiar los baños.

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Durante ese descenso a los infiernos, Amélie entabla una enfermiza “amistad” con su superior inmediata, epítome del ideal de belleza y los valores de la mujer nipona, quien a la vez le provoca fascinación y desprecio. Su fantasía constante y único escape es observar el enorme ventanal en el baño de mujeres, por el que imagina lanzarse al vacío y diluirse en la gran ciudad. “Entre el suicidio y la transpiración, no lo dudes. Derramar tu sangre es tan admirable como innombrable resulta derramar tu sudor. Si te das muerte, no sudarás nunca más y tu angustia habrá terminado para siempre”. Ante la disyuntiva de esa única salida honorable, y la deshonra de renunciar, Amélie intenta una tercera vía, mucho menos protocolar: resistir y vengarse, y ya que estamos, reciprocarle un poco de humillación a su jefa. Aunque ello exija sudar un poco.

Nothomb nos sacude con una visión brutal de la sociedad japonesa: rígida y sofocante, donde el peor pecado es incomodar a alguien y ser mujer, un gran inconveniente: “Si por algo merece ser admirada la japonesa es porque no se suicida. Conspiran contra su ideal desde su más tierna infancia. Moldean su cerebro: ‘si a los veinticinco años todavía no te has casado, tendrás una buena razón para sentirte avergonzada’, ‘si sonríes, perderás tu distinción’, ‘si tu tono expresa algún sentimiento, te convertirás en una persona vulgar’, ‘si mencionas la existencia de un solo pelo sobre tu cuerpo, te convertirás en un ser inmundo’, ‘si un chico te besa la mejilla en público, serás una prostituta’, ‘si te gusta comer, eres una cerda’, ‘si te gusta dormir, eres una vaca’. Estos preceptos serían meramente anecdóticos si no fueran cumplidos estrictamente”.

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