Por Miguel A. Velázquez Blanco, (Dr. Mime)
El sentido del gusto no es solamente el gran instrumento del fetiche del sibarita. Conjuntamente, trabajando con el olfato, conforman lo que conocemos como “sabor”, es decir, la presentación de lo que se va a ingerir. El gusto es el gran portero que impide la entrada a tóxicos e irritantes, cumpliendo una función biológica de filtro a las agresiones por esa vía.
Evolutivamente, la especie humana ha ido desarrollando el placer por los gustos salado y dulce, de las sales y los carbohidratos indispensables para su crecimiento y desarrollo. Por su parte, los sabores amargos y ácidos que se asocian a venenos y tóxicos, así como a alimentos en descomposición, resultan desagradables al paladar. Aunque esta es la base del esquema del gusto de la especie humana, cada individuo según su propia preferencia y cultura va desarrollando su propio paladar, que se forja hasta la edad adulta.
En este proceso, se conoce como aversión gustativa al desarrollo de rechazo de determinados sabores que han producido, después de haber sido ingeridos, trastornos gastrointestinales seguidos de náuseas y vómitos. Ante la aparición de este cuadro, el cerebro reconoce el gusto como adverso, y comienza a desarrollar rechazo al mismo para evitar futuras sensaciones de displacer. Y es que el cerebro se muestra muy fácil a la hora de relacionar sensaciones de malestar gastrointestinal con sabores, cosa que no sucede con otras modalidades sensoriales. Solamente sentir ese malestar después de haber probado aunque sea por primera vez un sabor determinado, hace que el cerebro desarrolle un mecanismo tremendo de aversión por dicho sabor. Y esto sucede simplemente porque la anatomía y funcionalidad de las vías de la información de las vísceras y la del gusto, se superponen desde el primer nivel de relevo. Esto es un mecanismo primitivo tanto en la evolución de la especie humana como en el desarrollo individual del ser desde pequeño, y su asiento se halla en la región del tronco cerebral, parte del sistema nervioso que se encuentra en la región posterior del cráneo, y que continúa a la médula espinal.
Sin embargo, esta aversión gustativa también se da cuando se tardan horas entre la ingesta de la sustancia con mal gusto y la aparición del malestar. Por ende, habría que demostrar la existencia de una especie de “memoria gustativa” que explicase el por qué sucedía esto, no solo la convergencia anatómica de las vías, sino también la justificación atemporal de la aparición de la aversión. Esto se da mediante conexiones existentes entre tres zonas del cerebro: la corteza insular gustativa y la amígdala conjuntamente al llamado núcleo parabraquial del tálamo. Este mismo sistema interviene también en la formación de aversiones en la vida cotidiana, y en la memorización de las mismas. A diferencia de otras cualidades, esta aversión gustativa no decrece con la edad.
Una mesa americana es mi lugar favorito para observar el comportamiento humano. Amén que me divierto viendo a la gente sirviéndose “como si fuera esta noche la última vez”, me llama poderosamente la atención la diversidad de contenidos de los platos de los comensales que se sirven de la larga mesa donde la oferta es sumamente variada. Y después, disimuladamente, lo observo en mi propia mesa: en un solo plato pueden convivir ensaladas con pastas, carnes rojas y trozos de queso del plato de entrada. Todos comemos diferente en una misma mesa, a menos que pertenezcamos a una orden secreta como por ejemplo “los adoradores de la rúcula” o “los místicos devoradores de cordero de los últimos días”. Y eso, digámoslo con gracia, viene determinado “de fábrica”.
(Demás está decir que soy consciente de que este sincericídio me costará que muchos de mis amigos no deseen compartir mesa en las próximas bodas conmigo, por temor a que los esté observando…)
Se ha descubierto que en niños cuya madre acostumbraba a consumir naranjas en su embarazo, todo aquello que tenga posteriormente aroma frutal cítrico le resultará sumamente atractivo y decantará su preferencia por esto a la hora de elegir. Igualmente, el aprendizaje da sus frutos cuando de alimentación se refiere, ya que si ingerimos algo por vez primera que no solo sacia nuestra necesidad, sino que también nos gusta y nos hace bien, sus características se almacenan en circuitos neuronales especiales para poder repetir la experiencia. Sin embargo, si algo nos ha hecho mal, como hemos visto, se rechazará de ahí en más, lo cual es según les conté antes, un mecanismo evolutivo que nos permite protegernos de lo que ingerimos.
Una de mis frases favoritas es “viviría comiendo milanesas”. Los que me conocen saben que es mi plato favorito (salvo la de mondongo) y no importa con lo que se acompañe. Sin embargo, esa frase choca directamente con la neurofisiología: el cerebro tiene un mecanismo de “hartazgo” que, pese a ser mi comida favorita, y tarde o temprano, me pedirá variar mi dieta con otras opciones diferentes. Es gracias a este mecanismo que el ser humano se acoge a una dieta variada.
El cuerpo también comete algo que podríamos etiquetar como “neofobia”: rechaza cualquier tipo de comida nueva “de entrada”. Como si fuésemos prejuiciosos (de lo cual me tilda mi esposa cuando se trata de probar algo nuevo). Este es un mecanismo de protección innato del ser humano que nos obliga solo a comer un pedazo pequeño antes de ingerir grandes cantidades de lo nuevo que se nos ofrece.
Podemos seguir hablando muchísimo más del sentido del gusto, pero lo haremos el otro sábado. Me vuelven a acompañar a estar DE LA CABEZA?