“Cualquier cosa entera puede ser rota y cualquier cosa rota puede volver a estar entera. Este es el significado de ‘Abracadabra’: Yo creo la cosa que nombro”.

En esta “precuela” de “Hechizo de amor” –o “Practical Magic”, convengamos que las traducciones al español de los títulos no suelen ser las más felices–, la genial Alice Hoffman nos cuenta la historia familiar de las hermanas Owens y se remonta a varios escenarios en el pasado. Uno es el Siglo XVII, más o menos cuando en Salem, Massachusetts, se les dio por empezar a quemar a mujeres con la excusa de que eran brujas, incriminando a inocentes a diestra y siniestra. Los juicios a brujas se llevaron a cabo no solo en Massachusetts, sino en otros estados, en menor intensidad.

Unos años antes, la antepasada directa de los Owens, María, se enamora de un hombre casado, John Hathorne, el que luego se convertiría en el infame y fanático juez de los juicios de Salem. Luego de abandonar a María, embarazada, calma su conciencia convenciéndose que fue sujeto de brujería, lo cual quizá encendió la llama de su virulenta persecución a las brujas, reales o no. Tal es el estigma de Hathorne, que muchos siglos después, su descendiente directo, Nathaniel Hawthorne, autor del clásico libro “La letra escarlata”, le agregó una “w” a su apellido para diferenciarse del mismo. Y escribió esa diatriba contra la condena social y la intolerancia que es su obra maestra, claro.

María Owens, por su parte, pone una maldición sobre cualquiera que se enamore de un Owens: la perdición. Y los Owens juran nunca volver a poner un pie en Massachusetts. Nueva York solo tuvo dos juicios de este tipo, y siempre fue un lugar más tolerante para la magia, lo diferente, lo diverso. Así que la mayoría de las practicantes de las artes ocultas y una rama de la familia Owens se trasladó allí. Otros fueron a New Haven, pero en 1960, la única que persiste en desafiar este mandato es la excéntrica tía Isabelle. Lo que nos trae al principal escenario de la novela: los turbulentos años 60 en Estados Unidos, un período de luchas por derechos civiles, constantes tensiones, manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Tiempos que, al decir de Bob Dylan, “estaban cambiando”.

Es en ese entorno en el cual la cuidadosa Susanna Owens vive con su esposo y sus tres hijos en Manhattan, tratando de mantenerlos al margen de la magia que corre por sus venas; pero los tres chicos son peligrosamente únicos: Franny, la difícil, con una piel casi transparente y cabello rojo como la sangre. La tímida Jet, que tiene el poder de leer los pensamientos. Y Vincent, el encantador y hermoso Vincent, que empezó a meterse en problemas antes de gatear.

Susana establece reglas muy estrictas para sus hijos. Nada de caminar a la luz de la luna. No usar zapatos rojos ni vestirse de negro. Nada de gatos, cuernos, velas ni libros sobre magia. Y la regla más importante: nunca, nunca, nunca, enamorarse. Pero sus chicos son Owens, inclinados por naturaleza a romper reglas. La intriga por saber quiénes son realmente los llevará en un viaje inolvidable, primero a Massachusetts, ese lugar prohibido, luego al mundo, y a la vida. Recordándonos que la única cura para ser humano es ser quien realmente somos. Y, como repetía la tía Isabelle, “el único remedio para el amor es amar aún más”.

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