- Por Pablo Alfredo Herken Krauer
- Analista de la economía
- Email: pherken@gmail.com
Apenas comienza el rumor de una muy probable menor cosecha de soja (¿-1.300.000 toneladas?), salen datos preliminares a la baja, informes sobre la producción rebajada y los actores económicos responsables ajustan todos sus cálculos sobre ventas, transporte, combustible, finanzas, comercio, exportaciones, puertos, embarcaciones, impuestos, publicidad, precio del dólar, negocios varios, empleo, salario; y Rosa María sabe ya que no podrá subir el precio de sus tortillas y empanadas. Ocurre una suerte de terremoto en la economía. “No ingresarían entre 300 a 420 millones de dólares”, calculan unos. “El impacto real sería 0,8% en el crecimiento global del Paraguay”, precisan los profesionales. ¿Cómo algo tan pequeño perjudica tanto? El productor no está solo en la enorme e impresionante cadena de la soja, en la que muchísima gente tiene comprometida su vida. De lo que el campo produce vive la ciudad. Maten el campo y viviremos peor. Historia económica muy conocida en otros países desgraciados.
Hay una fauna paraguaya de analistas políticos, económicos, periodistas, sociólogos y parlamentarios, y “animales de las redes sociales”, que odia profundamente el campo. Es un odio mortal. Odian terriblemente el campo y a los que trabajan y viven en el campo. Todo productor del campo es un criminal. Y el peor es el sojero. El sojero es la bestia y si es brasiguayo, es el demonio. No dicen “el productor de soja”, sino el sojero, despectivamente, cuando este además produce/siembra trigo, maíz, avena, girasol, canola, tung, y todo aquello que necesita y quiere. Es un productor múltiple. Pierde y gana en cada uno de sus cultivos, se arriesga permanentemente y busca, a veces desesperadamente, un empate en esa combinación.
Los muchos componentes de esta fauna oficinista odian el campo desde sus muy cómodas instalaciones, con aire acondicionado, computadoras, celulares y a mano un buen auto con combustible. En verdad todos esos lujos tienen “olor a campo”. Y sin el campo prácticamente no tendrían nada o los tendrían carísimo, dañándose su calidad de vida. ¿Es así? Veamos. Para comprar o importar del mundo lo que necesitamos, hay que tener dólares, muchos dólares, porque con nuestros guaraníes el mundo no nos abre sus puertas. ¿Cómo? Hay que vender o exportar al mundo lo que se produce. Anda bien el país que vende más de lo que compra. Como el nuestro, que tiene una balanza comercial positiva de 905 millones de dólares. Nuestras exportaciones superan a nuestras importaciones. Es como ahorrar.
Muchísimas cosas para trabajar y vivir de la fauna oficinista que odia el campo hay que comprar del mundo. Y muchísimas, reitero, guste o no guste, “huelen a campo”. Atención, pido. Al vender sus productos al mundo el grupo o la familia de la soja trae el 26% de los dólares de las exportaciones totales. Si sumamos el campo de cereales llegamos al 30% de los dólares que necesitamos. Con la compañía de la ganadería alcanzamos el 40%. Mínimo. 40% de dólares con “olor a puro campo”. Si nos manejamos en el escenario de las exportaciones registradas que más directamente representan nuestra “genuina” producción nacional, el campo consigue el 60% de los dólares. Y no es por accidente, no es un año, no es temporal. Es permanente. Con él se puede contar casi ciegamente. Para comprar cosas de quienes odian el campo. ¡Ojo! Y ábranlo con el tamaño del odio que los identifica. Aquí no hablamos de lo que el campo produce para nuestro consumo interno. Porque no todo de la canasta campesina (leche, pan, manteca, jugos, carnes) alimenta a los extranjeros.
Piensen un poco. Perdón, el paraguayo no piensa. Imagínense si ese 40%/60% de dólares ingresados a nuestra economía por el odiado campo –puf– desaparece. Se fue. No hay. ¿Cambia algo? Y seríamos la segunda Venezuela. Una oficina tipo caverna y sin auto y sin combustible para muchísima gente y faunas. Una vida miserable. El único impuesto que dará muchísimo dinero al Paraguay es el impuesto a la estupidez. Alcanza a todo el país y se paga sin protestar. El estúpido no piensa y odia el campo. El lema de moda “haga Patria, mate un productor, mate el campo”. Duele decirlo, pero hay que decirlo.