• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

La verdad es que marea el solo ver la marcha de los acontecimientos. Y ni qué decir el tira y afloja de las tensiones ideológicas. Un tira y afloja, pues, les cuesta a las mismas ideologías reconciliar principios que no pueden serlos. Y tratan de vivir en la inconsistencia de sus propias contradicciones. Me explico. Existen principios nacidos de ideologías que, al hacerlos vivir en la realidad concreta de la vida política, no pueden acomodarse con otros. No se puede ser conservador, en el propio sentido clásico, liberal conservador digamos, y estar en contra del libre comercio, ser proteccionista, por ejemplo. Se puede, pero no se debe.

Esto es lo que está pasando con la administración Trump. Al establecer tarifas para la importación del aluminio y el acero, rompe y contradice la ortodoxia de su partido, el Republicano, forjado en el libre comercio, la competencia abierta de los mercados y donde el mejor –más eficiente– debería ganar. ¿Pero es este, solo y exclusivamente, el problema? Lejos está de serlo, me parece. La cuestión es más delicada, más de fondo. No quiero decir con esto que Trump es un profeta visionario. Nada de esto. Se parece más a un "vendedor astuto" que intuye el lugar de las necesidades y, contra viento y marea, captura la oportunidad. Y esa "necesidad" parece pasar desapercibida para la gran prensa, más interesada en los intereses económicos que, creo, en la realidad misma de las cosas.

Los hechos son los hechos y no hay nada que hacer. Trump ha impuesto tarifas selectivas a la importación de acero y aluminio –una política que apunta al desafío chino (ahora con un primer ministro de por vida)– para proteger a las industrias locales, particularmente las de zonas devastadas por la globalización, los rincones típicos de obreros desplazados por una competencia a la que no pueden hacer frente. ¿Por qué esa resistencia? La razón es económica pero con profunda raíz cultural. La política del libre comercio ha devastado la vida de las pequeñas comunidades. De New Hampshire a Ohio, de Kentucky a Pennsylvania y otras regiones, donde la vida del pequeño pueblo, girando en torno a industrias, con su sentido de projimidad, donde la fe comunitaria de sus habitantes, han sido devastadas y fragmentadas por la irrupción de la tecnología, de los bienes importados, del flujo de inmigrantes impulsados por libre-comercialistas. Y que esta política de fronteras abiertas, al ser manejadas por élites técnico-comerciales, han ignorado la necesidad, la identidad del ciudadano común.

El apoyo histórico y político a la política proteccionista de Trump no es poca cosa. Se encuentra en buena compañía. Fue Alexander Hamilton, el primer ministro del Tesoro, quien en 1791 hablaba de la defensa de las propias industrias, así como Washington, el primer presidente, quien propusiera la Ley de Tarifas hacia 1789. Las razones eran las mismas: un pueblo libre, sin ataduras ni compromisos hacia afuera que quiera defenderse, requiere proteger sus propias industrias. El lector inteligente verá que, a pesar de ser establecidas estas políticas en el siglo dieciocho, generarán la reacción del entonces imperio británico con la apertura contraria: la "flexibilización" laboral de la Escuela Manchesteriana de mediados del siglo diecinueve.

Así, esta guerra, comercial y de otro tipo, tiene cuerda y viene de lejos. No es un invento trumpiano. Hoy, la irrupción de una cultura dentro de la democracia liberal, cultura fluida, moluscoide y sin principios éticos objetivos, que no conoce de soberanías, costumbres, límites, ha generado desasosiego, depresión y falta de sentido. La explosión del uso de opio y derivados en docenas de comunidades en los Estados Unidos, como sucedáneas de sentido, está causando estragos. Por eso, la conexión entre lo comercial y existencial, no debe soslayarse. Todo esto no parece tenerse en cuenta por los conglomerados informativos, más interesados en el lado financiero, habida cuenta también de su escepticismo hacia valores fundamentales de la persona. Es que todo parece reducirse a lo material.

Es que, creo, la falta de sentido del ciudadano medio y la pérdida de la comunidad, requiere de otras virtudes que no pueden nacer de políticas económicas. El problema no es exclusivamente económico. Es espiritual y moral, y ahí es donde la democracia liberal contemporánea hace aguas por todos lados, la democracia vacía de los internacionalistas del comercio o del globalismo secularista. Ese liberalismo, aunque hegemónico, ha fracasado. Es que no solo de pan vive el hombre, enseñanza que, por el rechazo a la libertad religiosa dentro de la propia democracia, no puede ni expresarse. La política de Trump busca, en un intento tal vez tardío y oportunista, sanar una realidad dolorosa causada por el libre-comercialismo, generando, paradójicamente, otra política también comercialista.

Pero lo curioso, para terminar, es la reacción generalizada. Esto significa la guerra, la confrontación, inflación, una crisis sin precedentes –se repite de manera mecánica–, pues así comenzó la Gran Depresión de 1929. Aún cuando en historia es peligroso comparar una época con otra, Trump no es Hervert Hoover, no se puede negar que esa experiencia puede ser útil. Y Trump lo sabe. Por eso, de manera burlona, cuando se le ha espetado sobre la inconsistencia ideológica con su partido o bien, la posibilidad de guerra comercial, ha dicho de manera gráfica: "Y bueno, a veces es bueno tener guerra!".

Pero, de nuevo, esas explicaciones economicistas no van ni por asomo al fondo de la cuestión. Es la vida y su sentido, y no la economía, el problema. En una comunidad devastada por desempleo, donde la familia ha colapsado por la irrupción de tecnologías –divorciadas de la realidad– virtuales, y donde, para peor, el comercio vía internet ha destruido las pequeñas tiendas donde el vecindario se solía reunir, las reacciones catastrofistas de economistas financiados por grandes universidades o burócratas de Washington o Bruselas, no le dicen nada. El centro del debate radica, creo, en qué significa ser persona y cómo la democracia liberal actual lo reduce a mero individuo material y nada más. El resto es aparente, casi ilusorio.

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