El Gran Jefe, omnipresente, estaba en todos los detalles, supervisaba personalmente los toques finales de la gran expedición, daba órdenes, repartía tareas, repetía a sus soldados que los sables tenían que estar "afilados a molejón de barberos para tronchar cabezas de godos". Molejón era una antigua piedra de afilar.

"El general en jefe, silencioso y reservado, pensaba por todos; todo lo inspeccionaba y todo lo preveía hasta en sus más mínimos detalles, desde el alimento y equipo de hombres y bestias, hasta las complicadas máquinas de guerra adaptables, sin descuidar el filo de los sables de sus soldados", nos cuenta Bartolomé Mitre en su Historia de San Martín.

Sin embargo, no bastaba con reunir armas y municiones, era preciso que el coraje de sus hombres en combate fuera estimulado por el clarín de guerra, poco usado en América. Cuenta Mitre que "el ejército solo tenía tres clarines. Al principio creyó suplir la falta fabricándolos de lata, pero resultaron sordos. Al pedirlos al gobierno, decíales: el clarín es instrumento tan preciso para la caballería que su falta solo es comparable a la del tambor en la infantería".

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PUEYRREDÓN

El director supremo, su amigo Juan Martín de Pueyrredón, le escribió el 18 de noviembre: "Nos hemos reído mucho de la nueva fábrica de clarines de hoja de lata; es menester llevar una factura de repuesto por su fragilidad. Por aquí no hay más que los dos que remití a V. por el correo".

La necesidad de contar con una ración sana y acorde a las bajísimas temperaturas de la alta montaña la resolvió con el "charquicán", un preparado a base de charqui, carne secada al sol, tostada y molida, bien condimentada con grasa y ají picante.

Cada soldado podía llevar unas ocho raciones en su mochila, que se disolvían en agua caliente y se le agregaba harina de maíz tostado para componer un potaje nutritivo y sabroso a la vez.

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