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Cuando el 2 de octubre una estrecha mayoría de votantes colombianos rechazó un acuerdo de paz según el cual los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se desarmarían, no fue solo una sacudida que confundió a los encuestadores.

Fue también un rechazo al gobierno de Juan Manuel Santos, a los negociadores que pasaron cuatro difíciles años trabajando en el acuerdo y a la clase dirigente internacional, que había elogiado el acuerdo. Aguijoneados, la gente de Santos y los líderes de las FARC regresaron a la mesa de negociaciones. El 12 de noviembre, presentaron un acuerdo revisado. ¿Reunirá un apoyo público más amplio?

Según Santos, el resultado es un acuerdo "renovado, ajustado, más preciso y definido" que toma en cuenta muchas de las objeciones de los críticos, encabezados por Álvaro Uribe, su predecesor y ahora su principal enemigo. Es incluso más largo –310 páginas en lugar de 297–, pero su esencia sigue siendo la misma. Las FARC se desarmarán y se convertirán en un partido político civil.

Los líderes de las FARC encontrados culpables de crímenes de guerra no serán enviados a la cárcel; más bien, enfrentarán castigos alternativos que involucran "restricciones efectivas de su libertad", siempre que confiesen sus actos ante un tribunal especial.

El nuevo acuerdo ata cabos sueltos e involucra unas cuantas concesiones importantes de parte de las FARC. Su nuevo partido político recibirá menos fondos públicos. El tribunal ahora estará compuesto solo por jueces colombianos, con los magistrados extranjeros reducidos al estatus de observadores.

El tiempo límite para implementar el acuerdo ha sido extendido de 10 a 15 años, para reducir la presión fiscal causada por el gasto de miles de millones de dólares en desarrollo rural. De manera importante, solo las estipulaciones que se refieren al derecho humanitario internacional, y no todo el acuerdo, serán incorporadas a la Constitución de Colombia. Eso habría hecho a la Constitución difícil de manejar, y corría el riesgo de volver irrevocables las decisiones políticas, como la reforma agraria.

Muchos de los otros cambios detallan asuntos implicados en el acuerdo original. Por ejemplo, el tribunal definirá el lugar al cual serán confinados los líderes de las FARC convictos, y este no será mucho más grande que una aldea. Las decisiones del tribunal estarán sujetas a la revisión de la Corte Constitucional de Colombia. Las FARC deben declarar sus activos, y los detalles de su involucramiento con el narcotráfico; algo que los fiscales probablemente de todos modos les sacarían.

La reforma agraria no afectará al derecho de propiedad privada. El gobierno puede usar el rociado aéreo de los cultivos de coca si la erradicación manual fracasa. Otro montón de cambios, destinados a apaciguar a las iglesias, eliminan mucho del lenguaje políticamente correcto original concerniente a la "igualdad de género" y los derechos de los gays y los transexuales.

Las FARC quizá hayan aceptado esos cambios porque finalmente hayan comprendido que la mayoría de los colombianos los aborrecen y que el apoyo político para la paz importa más que las garantías legales. Quizá teman que Donald Trump mire con menos amabilidad al proceso de paz que Barack Obama.

Pero las FARC han insistido en que los líderes culpables de crímenes de guerra sean elegibles para participar en los comicios para el Congreso y alcaldías. En eso hay una división insalvable.

Uribe ve a las FARC como "narcoterroristas" que merecen la cárcel. Muchos colombianos, que recuerdan los secuestros y atentados explosivos de las FARC, están de acuerdo. Para Santos, los guerrilleros tienen "un origen político" y la razón de ser de todos los procesos de paz es facilitar una transición de la rebelión armada a la política democrática pacífica.

El presidente, correctamente, insistió en una renegociación rápida porque el cese al fuego entre las FARC y el ejército es "frágil". (El ejército mató a dos guerrilleros esta semana, dijo que accidentalmente).

Aun así, fue difícil ver por qué Santos se apresuró a anunciar el nuevo acuerdo la noche del sábado en medio de un fin de semana feriado largo. Quizá la razón fue que, como ahora se revela, esta semana enfrenta pruebas para ver si el cáncer de próstata que sufrió en el 2012 ha regresado.

Santos ha puesto en entredicho a los que hicieron campaña a favor del "No" en el plebiscito que afirmaban que querían la paz, pero no en los términos anteriores. Insiste en que esta es la última palabra. Uribe, quien quiere más consultas, está tomándose su tiempo antes de pronunciarse sobre el nuevo acuerdo. Debe juzgar si es tan inaceptable como para merecer que se bloquee la paz por completo.

Muchos esperan que Santos convoque a un nuevo plebiscito. Pero es improbable que lo haga. Una segunda derrota sería definitiva. Más bien, buscará la aprobación en el Congreso, donde tiene una sólida mayoría.

Pero esa ruta podría significar renunciar al consenso y a una vía rápida para la aprobación legislativa de los cambios constitucionales que el acuerdo requiere. Con una elección presidencial programada para el 2018, el riesgo es que la paz quede sujeta a la guerra de trincheras política. Eso, según ha decidido Santos, será mejor que la del tipo militar.

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