Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Creo que toda campaña política es importante. Pero las ideas que mueven e inspiran a las mismas, o la experiencia de la vida de los protagonistas lo es aún más. Pues las ideas no mueren cuando alguien es electo. Ni menos, cuando el político termina su período.

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Las ideas quedan, y tienen consecuencias. Por eso, las expresiones del candidato a la vicepresidencia Tim Kaine de que, al debatir la cuestión del aborto, fijó su posición en que estaba "personalmente" en contra del mismo, pero que "públicamente" no podía oponerse al mismo pues eso sería querer "imponer mis valores religiosos en una cuestión de política pública".

La declaración de Kaine –quien se declaró católico confeso y educado por los jesuitas– no es aislada sino que refleja a una legión de católicos que comparten este "dualismo", que por lo demás, no deja de ser una cosa curiosa. Curiosa digo, pues, al mismo tiempo, Kaine confesó atravesar una lucha interior entre sus convicciones religiosas personales y políticas públicas con la pena de muerte, indicando que en ese aspecto, estaría por lo primero. La conciencia respecto al aborto sería algo resuelto por el Estado, la pena capital no tanto.

La postura de Kaine, claramente, refleja el olvido paulatino de lo que se llama el hecho cristiano. Y la persistencia de una actitud que, al menos dentro de cierta autoconciencia del catolicismo nutrido por Juan Pablo II, parecía superada: la del dualismo entre convicciones personales y política.

Es que la fe, la cristiana en especial, no debe incidir o bien, como se dice de manera despectiva, "inmiscuirse" en la realidad social. Es la esquizofrenia de la fe, de una fe como cuestión privada y como experiencia que se aloja en mi conciencia y que, por lo mismo, no podría imponerse a nadie.

Algunos lectores paraguayos memoriosos tendrán presente aquellas palabras de Juan Pablo II en su visita al Palacio de López: no se puede arrinconar a la Iglesia en sus templos, como tampoco se puede arrinconar a Dios en la conciencia de los hombres. Lamentablemente, desde aquellos años finales de los ochenta y hoy, el avance secularista y el advenimiento de la época "posmoralista" como la denomina el filósofo Lipovetsky, una época donde el deber de conciencia se reduce a sí misma mientras que, en lo público, se exige una "moral mínima".

Lamentablemente, desde aquellos años finales de los ochenta y hoy, el avance secularista y el advenimiento de la época "posmoralista" como la denomina el filósofo Lipovetsky, una época donde el deber de conciencia se reduce a sí misma mientras que, en lo público, se exige una "moral mínima".

Pero eso sí, una moral pública mínima sin sanción pues, siguiendo el argumento "pro-elección"(pro-choice) donde la mujer elige el destino del no-nacido, se preguntaría: ¿quiénes son ustedes para juzgar esa situación? Es que, al no haber noción clara de que es una persona, entonces, la vida humana es tal sólo lo que la madre quiere que así sea. Y punto. Pedir razones a todo esto es, precisamente, una imposibilidad, peras al olmo. La moral deviene así en cuestión de pareceres, gustos, y sobre gustos, todos sabemos muy bien, no hay nada escrito.

O tal vez, hoy sí lo hay. Y eso "escrito" es el resurgimiento de una creencia que olvida que el cristianismo es una respuesta al drama integralmente humano. Cristianismo como hecho, y como tal, algo que cambia la persona, la historia. Una postura moral, influida por la fe, hace la vida más humana. Lo que el ex gobernador Kaine ha olvidado, y con él legiones de católicos, es que el cristianismo es también un humanismo.

No es solamente un manual de ayuda humanitaria, sino, y usando un término que para muchos ha perdido sentido, es un hecho ontológico: salva y libera a toda la persona. Proponer la fe en la moral pública, la transforma, la humaniza. ¿Qué eso es "imponer"? Pero, ¿acaso en una república democrática los ciudadanos no "imponen" su autodeterminación unos a otros? La "neutralidad" es un mito explotado por la cultura laicista, un cuento para arrinconar a la tradición cristiana al fuero privado, y construir la sociedad en donde sólo el poder del descarte prevalezca.

No existe esa dualidad de actuar como cristiano, privadamente, de una manera, y como ciudadano, públicamente, de otra. Se actúa como ciudadano-cristiano con toda nuestra identidad, con respeto y diálogo, sin avergonzarse frente al mundo.

Siguiendo el debate y viendo cómo en el mismo, el otro candidato vicepresidencial, Mike Pence, evangélico y no católico, planteaba una postura de unidad de la fe, me vino a la memoria una frase que, hace años la había leído de don Luigi Giussani haciéndose eco del filósofo italiano Emanuele Severino: la Iglesia [Católica] parece haberse convertido en cortesana, y no en protagonista de la historia.

Al ver el llamativo silencio en los portadores de la ya tenue cultura cristiana, esa frase hoy cobra trágica actualidad. Y para peor, no se debe olvidar que una república decae lentamente, como expresión auténtica de la democracia liberal sustantiva, cuando los cristianos, dejamos de ser la levadura que impida que la misma se convierta en un totalitarismo blando donde la noción del bien y de la persona son apenas un recuerdo nostálgico.

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