- POR Mario Ramos-Reyes
- Filósofo político
Es curioso cómo la historia es terca y nos topamos, en nuestras vidas, con ciertas cosas que creíamos superadas. O que nunca se darían. Y que, cuando notamos que algo actual no coincide con aquello –con la realidad de las cosas–, nos asalta un desasosiego, un malestar íntimo, pues el corazón de nuestra historia no miente. Y más aun, en mi caso, en que he estado atento a la marcha de las ideas desde hace ya varios años. Y esa inquietud es aún más profunda cuando el juicio que uno hace está relacionado a lo que uno ha creído y vivido.
Y la fuente de ese desasosiego no es poca cosa: en estos días en el portal de la Academia Pontificia de la Vida del Vaticano se ha publicado un artículo con una serie de afirmaciones y de pretensiones de un teólogo que, de creer en las mismas, no solo contradiría lo que la Iglesia ha enseñado en materia moral por dos mil años, sino, ademas, sería insuficiente para juzgar una serie de actos morales y políticos en nuestros días.
Las implicancias de esto sería trágico. Y lo más grave es que, dicha tesis, ya se ha usado hace unos días por otro reputado teólogo, para reinterpretar la Encíclica Humanae Vitae de Pablo VII sobre la anticoncepción. Para algunos, esto no es de su incumbencia, habida cuenta que no comparten la misma fe. Pero creo que, si se mira desde la objetividad, la cuestión no es tan así.
La tesis del teólogo alemán Gerhard Höver es que el término de los actos "intrínsecamente malos" exige un análisis, pues la existencia de los mismos no se puede juzgar de manera tan radical. Y de que, por consiguiente, para juzgar ciertos actos, se deben mirar a las circunstancias. Así, ciertas acciones, como el adulterio o la anticoncepción y también se podría incluir el aborto –o cualquier otro acto, desde la clonación hasta la eutanasia– no serían actos malos en sí mismos, de ahí lo de intrínsecos, sino que esto dependerá de cada situación.
Todo dependería de las situaciones. Y que en ese "depende" se debería ser muy cauto y tener en cuenta la situación de cada persona. Juzgar la realidad como ella es, mostraría –termina diciendo el profesor alemán– lo débil que es la afirmación tradicional de que existen acciones que son en sí mismas malas, inmorales, independiente de las circunstancias. Lo importante es, dice, acompañar a la persona. Si esto es así, la inmoralidad de algo se definiría por la situación, y entonces, nada será verdad o mentira, sino que dependerá de cada caso. Negando un criterio objetivo moral a las acciones, solo resta como "medida" lo que cada uno juzgue en cada caso. Y así, habrán adulterios buenos y malos, abortos buenos y otros no tanto, dependiendo de las situaciones; y así siguiendo. Es el "color" del que observa, el que decidiría la moralidad de un acto y no es el acto en sí.
Lo cual, no es nuevo. Lo formuló Protágoras en la antigüedad. Es que si de cada cosa, decía, uno puede decir y contradecir, entonces hay que encontrar cuales son las opiniones que tienen mayoría. Cómo no hay criterio de lo bueno –o de lo malo– contemos las opiniones, pues el hombre es la medida de las cosas. Y no al revés. Esa fue, en brevísimo resumen, la Magna Carta del subjetivismo en Occidente. La tesis del profesor Höver no es sino una versión sofisticada de dicha tradición: somos, los seres humanos, en última instancia la medida de lo que está bien y está mal. Pero, ¿acaso los derechos humanos son tales conforme a las circunstancias o a lo que pensamos?
Si el lector me ha acompañado hasta acá, entonces notará la fuente de mi preocupación: el que en la Academia Pontificia de la Vida se afirme algo que, en sí mismo, contradice una enseñanza milenaria de la propia Iglesia. ¿Estamos en un cambio de paradigma moral como han sugerido algunos prelados? ¿Es esta una "superación" progresista de que existen actos que siempre y por sí mismos, por su objeto, es decir, independientemente de las circunstancias, son malos, enseñada por Juan Pablo II? Espero que no, aunque mi esperanza está cubierta de sombras. Es que la memoria, nuestra memoria, es frágil, y somos humanos, al fin al cabo. Pero de algo, sí, estoy cierto: la negación de la objetividad de ciertos valores es la ruta segura a una concepción de la vida donde lo único que primará es el poder definido por cada uno, y así, en fatídica de premonición de Pablo VI, ello conduciría a un deplorable relativismo moral, que llevaría fácilmente a discutir todo el patrimonio de la doctrina de la Iglesia.